lunes

 TEBAS  OCCIDENTAL


Tras visitar los templos de Abidos y Dendera, a la mañana siguiente desembarcamos tempranito en la actual ciudad de Luxor, aunque no para visitar todavía en su interior el templo de su mismo nombre y el de Karnak en sus afueras, sino para dirigirnos por carretera, cruzando el Nilo hacia su orilla Oeste, hacia los dos colosos llamados de Memnón (en realidad deterioradas estatuas gemelas del faraón Amenofis III), y seguidamente al Deir el Bahari de la faraona Hatshepsut, antes de adentrarnos en los valles funerarios conocidos como “de los Reyes”, y “de las reinas”. Al pasar cerca de Qurna, la ciudad de los artesanos que también visitaremos después, divisamos detrás del poblado la llamada “Montaña Occidental” con forma de pirámide. 

Al parecer, la forma de la citada montaña piramidal fue lo que decidió a Mentuhotep II (del -2061 al -2010) a trasladar a Tebas la capital de Egipto, y a mandar que le construyeran bajo ella su templo funerario (actualmente en ruinas junto al grandioso de la faraona Hatshepsut). Recordamos que en Abidos nos contaron que tras enterrarse allí los primeros faraones, pasaron a querer sus tumbas bajo pirámides de piedra como las de Guiza. También recordamos que la pirámide, petrificación de los rayos de Ra sobre la tierra, fue el primer trozo de materia sólida que había emergido del océano primigenio anterior a la creación, según la mitología egipcia. Con lo cual dicha “montaña occidental” presidirá desde Mentuhotep II las tumbas y los templos funerarios de la realeza y sus cortesanos, durante los tiempos del Imperio Medio ( -2050 a -1750) y del Imperio Nuevo (-1550 a -1070). 

De camino a los colosos nos adelanta el guía acerca de Hatshepsut, que no se conoce con exactitud la fecha en que nació, porque su sucesor se dedicó a mandar borrar todo lo concerniente a ella,  aunque sí se ha podido averiguar que murió el año -1483 antes de Cristo. Como también se ha logrado saber que ella reinó veintidós años y se quedó viuda muy joven, del faraón Tutmosis II. Esta faraona, pese al empeño de Tutmosis III de borrar sus estatuas y su memoria, va siendo cada vez más conocida, y no sólo en lo anecdótico de que llevase barba postiza y vistiese como un hombre.

Llegamos a los colosos, y aparcamos de momento la historia de Hatshepsut. De estos enormes restos escultóricos, que están hechos una ruina, lo que mejor se nos quedó fue su legendaria historia a través de los milenios. Ellos son casi lo único que resta del más rico templo de la orilla occidental, que mandó construir Amenofis III con paredes de oro, suelos de plata y grandes puertas de electro. Pero, aunque los dos vestigios colosales se alzaron para representar a dicho faraón, los griegos y después los romanos creyeron que eran estatuas en honor de Memnón, el héroe etíope hijo de Eos, la diosa del Amanecer (Memnón fue muerto por Aquiles cuando lo de Troya), y, en su memoria, comitivas de viajeros procedentes de Grecia y después de Roma aguardaban al alba en estos parajes donde nos encontramos, pues los colosos presuntamente emitían lamentos mientras la madre, Eos, correspondía inundando el amanecer con lágrimas de rocío. Precisamente esa equivocación fue la que dio comienzo al floreciente turismo egipcio que aquí nos ha traído. Con lo cual deducimos que una equivocación bien reorientada puede resultar provechosa.

Pero nos lo chafa el guía al explicarnos que una buena intención puede resultar dañina, refiriéndonos la bondadosa ocurrencia de Helio Adriano, el emperador de Roma nacido en la sevillana Santiponce, que mandó reparar las grietas evidentes de estos colosos, sin tener en cuenta que precisamente ellas eran la causa  de los quejidos que se escuchaban cuando pegaba el sol dilatando sus rendijas. Pese a su buena intención restauradora, lo que logró fue devolverlos su primitivo aspecto, pero a costa de dejarlos mudos y de que se cortase el flujo de aquellos primeros “turistas”. Menos mal que el turismo egipcio volvió a ponerse de moda en el siglo pasado.

También nos contó, en lo que el minibús nos lleva a Deir el Bahari, que al igual que puede que comenzara  aquí el turismo internacional, parece ser que aquí también fue la primera huelga conocida de toda la Historia, celebrada en tiempos de Ramsés III: “Se concentraron el 10 (del mes) de Mechir, en la parte posterior del templo de Tutmosis III. Los capataces y los escribas y los dos jefes de distrito les pidieron que regresaran a trabajar en la necrópolis, pero ellos se negaron y decidieron volver a sus hogares hasta que les pagasen los salarios adeudados”.  Los funcionarios retenían injustamente los salarios y, un papiro que se conserva en Turín, narra que los huelguistas se morían de hambre... pero siguieron resistiendo días y días. “Pasamos hambre y sed, no tenemos ropas, no tenemos aceite, no tenemos pescado ni verduras, pero apelamos al Señor Perfecto, nuestro amado Faraón, para que castigue a los culpables de nuestra situación desesperada”. Ramses III no les hizo justicia y... ¿casualmente? justo después de aquello comenzaron los saqueos de las tumbas, que los obreros tan bien conocían, pues las habían construido ellos mismos palmo a palmo. Que cada cual saque sus propias consecuencias...

Quizá esa huelga egipcia tan antigua, fue el primer paso para que se derrumbara todo aquel bello montaje faraónico-sacerdotal que había durado más de dos milenios. Que, a fin de cuentas, como recordaba Bertold Brech, los sacerdotes de Amón, la retahíla de reyes y reinas, los nobles, los ricos con tumba particular, …ni acarrearon piedras, ni las tallaron, ni las ensamblaron, ni las esculpieron con estos preciosos relieves que vamos viendo. Aunque digamos que esto y aquello lo hizo tal o cual faraón... es tan sólo un decir.

Nos fascinó aun contada en breve la historia de Hatshepsut, cuyo cartucho real no fue incluido por los faraones ramésidas, en la lista de reyes egipcios que vimos en Abidos. Esta hija de Tutmosis I condenada al olvido, se casó con su hermanastro Tutmosis II, y cuando este murió se hizo proclamar regente de su hijastro Tutmosis, luego faraón tercero de ese nombre. Aunque… le debió coger gusto al cargo, porque el niño heredero crecía y crecía pero ella no soltaba el poder. Y, es más, metió al principito a sacerdote para desviarle de la ascensión al trono, y, en su calidad de faraona, favoreció a los sumos sacerdotes de Amón para que a cambio ellos mantuviesen alejado de ella al joven Tutmosis. Hoy sabemos, pese a sus detractores, que gobernó magníficamente, mejorando la administración del imperio y apoyando su expansión comercial. Veremos, en su templo, las imágenes que rememoran una famosa expedición que organizó al país del Punt, en la actual Somalia. 

Egipto vivió con Hatshepsut un período de prosperidad no belicista, que produjo una incesante actividad constructora por todo el país, mayormente en honor de su dios protector, Amón, y a favor de sus aliados, los poderosos sacerdotes de ese dios. Amplió el templo de Karnak, en el que colocó cuatro grandes obeliscos, procedentes de una cantera regia que se encuentra río arriba, en Asuán. Además mandó edificar, en diversos lugares, numerosos templos y capillas para el culto de otros grandes dioses, como Horus y Hathor, de los cuales también fue gran devota. Y, sobre todo, son de admirar las construcciones  en su magno templo del Deir el Bahari. 

Senenmut fue su principal arquitecto (también su amante al decir del guía), que adelantó en un milenio las columnas de los templos griegos del estilo dórico. El impresionante templo funerario para Tutmosis I, su padre, y para ella misma, fue adornado profusamente con relieves de acontecimientos de su reinado, como la citada expedición al Punt, país al cual envió una flotilla de cinco naves, de las de quince remeros por costado, con delegados faraónicos y comerciantes encabezados por el almirante egipcio Nehsi, para negociar intercambios con aquel mítico emporio comercial, captador de productos procedentes de otros lugares de África y de los territorios de Asia Menor (a pocos kilómetros de navegación cruzando el estrecho de Bab el-Mandeb, actual Yemen).

En el templo hallamos preciosos bajorelieves coloreados en memoria de tan importante expedición al Punt durante el año -1493. Nehsi está representado tras la mesa que muestra mercancías egipcias para intercambiar por bienes exóticos inexistentes pero necesarios en Egipto (p.ej.: mirra, olíbano, ungüentos y fragancias que los egipcios utilizan para fines religiosos, y cosméticos). En los bajorelieves aparece el rey de Punt, llamado Parehu, acompañado de su esposa Itit, representada con una obesidad muy llamativa. 

En el Deir el Bahari, una inmensa calzada sube en suave pendiente hacia el templo, compuesto de terrazas superpuestas. El ascenso, estaba flanqueado por esfinges con la cabeza de la reina alternando con las de otros dioses. Tanto las esfinges como las demás estatuas con su rostro fueron machacadas tras su muerte.

La inmensa avenida de acceso acababa en un amplio vergel, que a mí me hubiese evitado con sus sombras mi molesta insolación. Contaba además con dos grandes estanques, para suavizar el agobio del tremendo murallón rocoso donde parece estar excavado más que añadido el gran templo. 

Desde dicha zona ajardinada se subía  a la rampa que conduce a la primera terraza, elevada sobre el nivel más bajo del templo, y cuya fachada se conforma con amplios vanos separados por  pilares rectangulares, y con gruesas columnas protodóricas en el interior, lo cual nos lleva a pensar que los griegos no tuvieron que inventar toda su arquitectura, pues sólo tuvieron que venir a Egipto y copiarla. 

En la fachada principal todavía se mantienen en pie algunas de las estatuas monumentales que representan a Hatshepsut en su papel osiríaco, y así mismo se repiten en el nivel más elevado. Gracias a ese aspecto en honor a Osiris, estas no las mandó destruir su sobrino e hijastro Tutmosis. No está claro si tan notable faraona murió asesinada, pero sí que su memoria fue prohibida y que sus monumentos fueron usurpados, renombrándolos como propios de Tutmosis III.

Hatshepsut dio al arquitecto Senenmut una total libertad para que hiciese el templo a su capricho, pero exigiéndole que fuera tan grandioso como correspondía al dios Amón… 

… y a otras deidades como Horus…

…Hathor (obsérvese a la izquierda que la imagen de Hatshepsut en su trono está machacada)… 

…y Annubis, este como señor de las necrópolis, que oficiaba en la momificación de los faraones y de suma importancia para los difuntos, porque de él dependía la salvación o condenación del que estaba siendo juzgado. 

Así que se supone que Hatshepsut le daba bien la coba con ofrendas a este dios porque sería él quien luego la iba a sopesar y podría castigarla.

Después de darnos un delicioso hartazgo de Hatshepsut, salimos del Deir el Bahari no sin antes ver de pasada El Asif, lugar con ruinas de tumbas de dignatarios que despertó nuestra curiosidad visto a lo lejos (junto al aparcamiento) desde la capilla de Hathor del gran templo de la faraona.

Seguidamente recorreremos los valles mortuorios de los reyes y de las reinas, en los cuales, fuera de los recintos subterráneos el sol nos quema con furor asesino, lo cual no hace extraño que algunos turistas mueran por golpes de calor. Por mí mismo puedo dar gracias que estuve a punto pero aquí sigo con mis tabarrillas, ya que, pese a las continuas advertencias contra el astro-rey, le regalé mi gorra a un chavalillo que vendía “falsificaciones antiguas” y otras baratijas. Se había quedado mirándola con ojos golositos y yo quise así consolarle por no haberle comprado nada. Luego tuve que tomar mucha agua, fruta y arroz cocido, además de las pastillas con las que nos venía amenazando el guía desde Abidos. Felizmente sí que las llevaba para los incautos que olvidasen protegerse del dios Ra. 

El primer enterramiento que se conoce en el Valle de los Reyes, paradójicamente fue el de la reina Hatshepsut, en la tumba número veinte, según la numeración convencional de los arqueólogos del siglo XX. A ella la seguirían el resto de los faraones del Imperio Nuevo y algunos personajes allegados,  como Tuya, Yuya, Mahirpa y el príncipe Montuhirjopeshef, ya que, en un primer momento, este regio valle no era exclusivamente para faraones.

Además de lo que me ha contó Maria Rosa, retengo como impresión mayor el templo de Hatshepsut, y como menos las tumbas de El Asif, saliendo del Deir el Bahari, aunque también la sorpresa de encontrar tras una entrada escuetamente sencilla…

 …las preciosidades que encierran las tumbas reales. Ojalá pueda volver a visitarlas sin mi aturdimiento por mi cabezonada de caminar por su exterior sin protegerme la cabeza. Singularmente bella la de Nefertari…


… y también todas las otras, como la de Ramsés III…

… o la de la reina Taousert y del rey Seth-Nakt (nos dicen que este amplió la tumba de Taousert para dar cabida a su momia real, modificando además en su favor las inscripciones de ella, cosa al parecer no infrecuente entre la realeza).

También nos encantó la triste historia del príncipe  Amónherkhepshep, hijo de Ramsés III, al visitar su tumba (QV 55). Está en el Valle de las Reinas porque, nos dicen, “murió de amor” antes de poder heredar de su padre el trono faraónico, y ser enterrado en el Valle de los Reyes.

Sin embargo no nos pareció para tanto el famoso Rameseo aunque, sólo visto de pasada y por fuera, nuestra ignorante opinión no cuenta. Es como si el destino hiciese burla al gran propósito del ególatra Ramsés II, con esas cuatro ruinas que ahora restan de su grandioso “Templo del Millón de Años”. 

Tras todo lo cual volvimos a cruzar el Nilo de vuelta a la ciudad de Luxor para, después de comer, disfrutar las interesantes y pormenorizadas historias que contiene en sus dos bellos y grandiosos templos de cuando estaban en la antigua Tebas Oriental.



sábado

 SUIZA  ( I )

 

¡O Täler weit, o Höhen, o schöner grüner Wald...! Subimos el volumen y agradecemos a Joseph Karl  von Eichendorff este recimiento musical según entramos en Suiza. La cantada oración viene a cuento por cuanto nuestros admirativos ojos se encuentran justo en el momento irrepetible de contemplar por primera vez la tierra prometida, las cumbres y los lagos, las verdes extensiones, los bosques, los frescos manantiales, la nieve allá a lo lejos... 

Apagada la radio, nos demoramos en nuestra primera parada en Suiza evocando al héroe nacional suizo Guillermo Tell, que nos dio a conocer Schiller:

                        "(...) - Pues bien, Tell, pruébame que tiras una manzana del árbol a cien pasos. Coge la ballesta..., y prepárate a tirar la que vas a colocar sobre la cabeza de tu propio hijo.

                        - No bromeéis, señor… Ved que no estamos acostumbrados a una burla en vuestros labios.

                        - ¿Quién te ha dicho que yo esté bromeando? ¡Aquí está la manzana!

                        - Señor gobernador: no seréis capaz de seguir adelante con este juego. Si era por asustarme, ya habéis conseguido vuestro fin. La severidad extrema yerra el prudente propósito. Si se tensa demasiado el arco, se romperá. (...)"

Antes de volver a arrancar repasamos nuestros programados circuitos paradisíacos, comprobando que llevamos los mapas de carreteras y las guías turísticas de cuanto pretendemos visitar. Y sin más dilación enfilamos la autovía que nos pondrá en Berna.

Al regresar a España nos resultarán muy pobres las fotos viajeras que traemos. Aunque fiados más en nuestros ojos ávidos de belleza que en el ojo neutro de la cámara, es cierto que sumado todo nos parecerá más satisfactoria la cosecha, de imágenes y vivencias, que quisiéramos recordar durante lo que nos quede de vida.

Tras el confortable descanso de nuestra primera noche en Berna amanecemos con más ganas que nunca de devorar Suiza, predispuestos lo primero a gozar de Lausana y su bello entorno, a orillas del lago Lemán, incluso sin esperar a que levanten sus nieblas matinales. ¡Cuántas evocaciones adolescentes al contemplar el lago! El relato leído de aquellos prisioneros escapados, que cruzaron durante la I Gran Guerra desde Evian-les-Bains, nadando a la desesperada, para encontrar refugio seguro en la neutral Suiza…

Felizmente estamos en tiempo de paz, y de turistas en Lausana… Así que  pensamos que ahora podremos retozar esperanzados por calles, parques, mercadillos, museos, catedral del siglo XIII, toda la ciudad antigua, jardines soleados cuajaditos de flores…

… pasar a saludar en el Museo Arqueológico al famoso Marco Aurelio de oro…

… y al salir del museo entrar en la catedral, que la tienen atrezzada y predispuesta para un conciertazo de Franz Joseph Haydn (aunque él no estará porque no se le ha vuelto a ver, ni vivo de muerto, desde primeros de junio de 1809. No importa: estará su inmortal música).

 

Nos gustan sus torres, y al entrar nos impresiona su desnudez tan distinta del revestimiento interior de nuestras catedrales católicas, sin dejar de reconocer que esta sobriedad protestante también tiene su encanto, y que son preciosas sus vidrieras.

Comemos en “Ouchy”, no en el palacio edificado sobre un castillo medieval sino en un vecino modesto restaurante con menú para turistas. La zona es preciosa, cerca del muelle donde no embarcaremos en uno de los barquitos que recorren el lago Lemán (otra anotación para el epígrafe ”pendiente para cuando volvamos”)…

 …y después nos vamos a ver cisnes en el gran lago, paseando una playita artificial de su orilla. Una docena de colegiales también pasean su digestión, con dos maestras junto a las aguas tranquilas, y nos miran curiosos y serios. O puede que no a nosotros sino al cisne…

Enseguida nos acercamos a Vevey: café, otro paseíto y... después seguiremos a Montreux: María Rosa me dice burlona que mira que la extraña que no me haya puesto a escribir todavía ningún soneto, cuando aquí la poesía se respira en el aire. Así que me sonrío y la hago caso:

            Me fascinan tus labios de cereza

            y la gracia sensual de tu dulzura.

            No te extrañe, preciosa criatura,

            que admirándote pierda la cabeza.

 

            Hasta el lago Lemán, naturaleza

            que al reflejarte tiembla de ternura,

            llega el agua antes nieve de la altura

            derretida de amor por tu belleza.

 

            Lausana y tú. La luz del medio día

            encandila en tus ojos siderales

            a Evián-les-Bains, primor del otro lado.

 

            Vevey, Montreux,... y tú sois poesía,

            pero eres de las tres tú quien más vales,

            mi linda flor, para tu enamorado.

No parece gustarla, y no me extraña. Don Antonio tenía razón: se canta lo que se pierde, y afortunadamente ambos seguimos juntos sin precisar elegías ni añoranzas que provocan mejores poemas que la dicha cotidiana. No importa, yo me conformo con escribir en verso, que no es lo mismo que poesía pero lo parece a ojos de los no iniciados.

La siguiente secuencia de nuestro idilio suizo es la visita al castillo de Chillón. Los que no le conozcan que imaginen un bello navío de torres sobre un casco rocoso que dirigiera su proa hacia Montreux, pero que una fuerza misteriosa lo mantiene como anclado en esta parte del lago. Así es Chillón. Y no sabemos si es sólo él o también este paisaje de ensueño que lo enmarca (montañas, lago y cielo) lo que seduce de inmediato.

Pero Chillón no dejaría de ser sólo un castillo más, por mucho que se ponderasen sus murallas añadidas y el esplendor de aquellos condes suyos que señoreaban el lago de Lausana y Ginebra con su flotilla de galeras góticas, de no ser sublime gracias  a Margarita Kybourg, la preciosa flor animal de rubios cabellos, cautiva de su raptor y asomada al lago-mar desde su ventana de doble lanceta, esperando que su novio el rey de Francia decidiera salvarla.

Aunque, siglos después en menor intensidad, pero también, porque todo un poeta como Lord Byron decidió elevar este monumento a lugar mítico escribiendo acerca de él. Claro que el lord inglés necesitó a su vez inspirarse en la famosa leyenda del patriota preso que le contaron en su hotel como a nosotros: “Los ayes, los suspiros, las lágrimas y la desesperada obstinación del prisionero, único superviviente de la casa Bonivard, bebedor de las filtraciones humectosas de las mazmorras del castillo, además de sus propios suspiros y sus propias lágrimas,…”. Nosotros preferimos la triste historia de aquella condesita, de nieve y miel, que esperó inútilmente su galera nupcial para reinar en la vecina Francia, y cuya tragedia movió al futuro Papa Félix V, cuando sólo era Amadeo VII conde de Saboya, a declarar Chillón como templo del dolor humano para devoción de los que sufren cautiverio.

 

 

Entre unas historias y otras, las nuevas brumas que trae el atardecer anuncian, sobre el precioso lago, que es tiempo de continuar nuestro turismo suizo, sin concesiones al triste recuerdo de las sufrientes figuras del castillo. Unos cisnes tan delicados aunque no tan bellos como mi adorada acaparan la atención de esta, y la de la cámara de otra turista que amablemente nos pasa dos imágenes.

Después de echar una última mirada al monumento y a su precioso entorno, abandonamos este paraje de historias y leyendas inolvidables, para acercarnos a Gruyeres, por espaciosas carreteras de montaña que nos permitirán orillarnos sin peligro y confraternizar con un paisanaje inesperado, por causa de unos tanques del ejército suizo. Agradable pausa, charlando, haciendo fotos y admirando el paisaje hasta que pasa el último del convoy.

Todo nos causa admiración, desde los altísimos cielos, aún a mayor altura que las increíblemente altas cumbres nevadas, pasando por los feroces semovientes bélicos, que cruzan mugiendo su estrépito de cadenas hacia el valle donde pacen las más pacíficas vacas suizas, madres de los famosos quesos que veremos fabricar en Gruyeres.