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De paso por Venecia


Estamos en la Piazzetta de Venecia, bajo las dos columnas con el león alado y el San Jorge y el dragón. Desde el azul limpio del cielo volvemos la vista al agua… Se mecen las góndolas bañadas en destellos, al fondo está la isleta que sostiene la iglesia de San Giorgio Maggiore con su alto campanile como el palo mayor de un barco gigantesco.

En la punta de lanza que protege a la iglesia esplendente de Santa María "della Salute", una esfera de oro alzada por dos atlantes, es "Eldorado" de los venecianos mucho antes que la ciencia y las navegaciones hicieran sospechar de su existencia americana.

 

Pues de Venecia partieron mercaderes que fueron subyugados por el planeta Tierra en toda su extensión no provinciana, y antepusieron su amor por la aventura a los sedentes intereses comerciales que dijeron servir. Kublai Khan y Marco Polo, Venecia en los confines de la China, las siete plagas bíblicas traídas de Oriente por las naves venecianas para infectar Europa. Riquezas inimaginables para los quietos mercaderes de tierra firme, poder inusitado frente a las otras potencias italianas. Imperio veneciano desde la Lombardía a Albania, Creta, Chipre, Corfú y Constantinopla. Comercio con la helada Escandinavia, la hacendosa Alemania, intereses en Flandes e Inglaterra, rivalidad triunfante contra Génova, relaciones de igual con el Papado, España y Francia... hasta que los marinos portugueses y españoles, bajo las bendiciones de aquel Papa español padre de César Borgia, abrieron con las rutas oceánicas occidentales la puerta del declive y la miseria de Venecia. Previamente a ese ocaso, incluso las Cruzadas fueron un negocio para los venecianos. Trataron y obtuvieron del Islam el monopolio de cuanto trasiego relacionado con la Tierra Santa pretendiera tener las garantías de llegar a buen fin. Las flotas de Venecia traían y llevaban peregrinos y cruzados, pero además esclavos, seda, sal, las carísimas especias... Hasta trajeron al mismísimo San Marcos, que reposaba en su pacífico sepulcro monacal de Alejandría. En las imágenes del mosaico frontal, sobre la entrada a la Basílica mayor de Venecia, dos obispos con báculo llevan el féretro con las reliquias del santo evangelista al interior del templo, a un lado los altos dignatarios venecianos, al otro los elegidos que formarán la comitiva, mientras que los restantes cortesanos y curiosos se suman desde diversos puntos al acto procesional.

Los artistas bizantinos traídos a Occidente cuando Venecia conquistó Constantinopla hicieron del mosaico un alegato en pro de su perdida patria, refundándola así entre gente extraña que les forzaba a vivir en otro mundo. Aun los que no quieren entrar en la Basílica, no pueden evitar echarle un ojo a la fachada, desde la Plaza de San Marcos que se extiende ante ella. Y hasta los que no entren en el Palacio Ducal, tampoco podrán negarse a suspirar ante el famoso puente que unía este palacio con las mazmorras venecianas. Un bajorrelieve de la diosa Cibeles destaca en la parte superior del cerramiento lateral del "Puente de los Suspiros", colgante sobre el Rio di Palazzo.

 

Pero es hora de volver hacia San Marcos y detenerse ante la torre con los dos moros dando campanadas. Sublime exaltación de lo profano, el Renacimiento ya ni quiere tañido de iglesia para saber las horas, y en Venecia son las dos figuras de faunos de bronce moreno quienes martillean la vida que se acorta en la quieta campana del reloj de la torre, en realidad la Torre del Reloj. 

Después la torre se queda en silencio. La plaza está imponente de palomas. Suena la música de una orquestina al aire. De nuevo la fachada de San Marcos. Arriba los caballos. Y cuatro lunetones en la parte superior de la fachada, dos a cada lado de los cuatro equinos sin jinetes, están decorados con mosaicos que representan las glorias de Cristo. Ahora que es de mañana no deslumbran como lo harán radiantes por la tarde cuando reflejen sol frente al poniente. La última luz del día, como la última rosa, siempre es la más bella, pues nos hace olvidar las anteriores. Incontables artistas escultores complementaron este frontispicio con santos y figuras estelares en oro y mármoles a cuales más preciados. Follajes góticos, pequeñas estatuas del taller de Lamberti… Es inevitable subir y ver de cerca tanta maravilla. 

Estos que vemos en el interior, que los de afuera sólo son sus copias, son los auténticos, los cuatro caballos de origen misterioso. Dicen que de la antigua Roma, o de bronce tartésico con el paso andaluz y hasta donaire de jacas prejerezanas. Constantino se los llevó a su capital de Oriente para adornar el mayor hipódromo de su Imperio. A los pies de los arcos sobre los cuales se hallaban emplazados, en el extremo Sur del gran hipódromo de Constantinopla, el general Belisario hizo ejecutar a los cuarenta mil rebeldes contra el emperador Justiniano, y de entonces viene el dicho de echarle a uno a los pies de los caballos. Testigos inocentes de aquel terrible genocidio, después, cuando la cuarta cruzada, fueron arrancados de su estadio por los venecianos, como botín de guerra al conquistar Bizancio antes que los turcos. Emblema del poder de la ciudad durante varios siglos, Napoleón se los llevó a París durante su campaña de Italia, donde las dan las toman. Pero después, estando ya tan arraigados como símbolo patrio de Venecia, volvieron aquí bajo la dominación austríaca, condescendiendo los nuevos invasores a su galope inmóvil frente a la gran plaza. Ondean las banderas de la Serenísima flanqueando el estandarte tricolor de la Patria común italiana. Los caballos de mentirijillas están muy bien copiados, casi darían el pego si no nos dicen nada a los palurdos que venimos a verlos. 

Al igual que es de mentira la antigüedad del moderno campanario, porque la torre antigua se les cayó con gran estruendo a principios del pasado siglo XX (dicen que sin pillar debajo a nadie). De los andamios que apuntalan por arriba al campanile giramos nuestra vista hacia las aguas marineras entre las columnas del León y del San Jorge. Al fondo el Lido, detrás el Adriático, la última playa con música de Mahler. A la puesta de sol surgirá Tadzio, desengañando a los que ya no son ni jóvenes ni bellos…¡Jamás regresa la hermosa juventud! Metáfora final de aquella preciosa película magistralmente interpretada…

De nuevo a la soleada realidad presente de la plaza, ahora escasa de turistas y exenta de palomas, pues estas prefieren descansar en rica sombrita de las fachadas de mármol que cobijan a las más perezosas. Vamos dentro de la catedral, Cruzamos el nártex y ascendemos por los cinco escalones que elevan el suelo del templo sobre el nivel de la plaza. Sentimos el agradable escalofrío de estar no sólo en lugar muy fresco, sino también muy bello, además de acogedor. Muros, columnas y pavimento de mármoles preciosísimos. Aquellos sobre cubiertos con lastras de diversos colores, esas de canteras rarísimas y lejanas, éste en mosaicos más que cosmatescos. Toda la parte interior de los arcos, las bóvedas y las esbeltas cúpulas está decorada con minúsculas teselas de sílice y de oro. Meravilioso! Yendo y viniendo de acá para allá desenfundamos nuestra cámara, no resistiendo la tentación de arrebatar varias imágenes para el recuerdo de este ensueño. Sólo que, antes de tomar la tercera, reparamos en un probo vigilante que arroja a Adán y Eva, con su dedo conminatorio como espada flamígera, fuera de este Edén veneciano. La pareja se pliega al desalojo, y nosotros renunciamos a más fotos para tener la vista en paz. 

Esto es casi Bizancio, la planta de cruz griega, el sentido de la suntuosidad justinianea, la proporción indefinible, huidiza, pero a la vez tan próxima y tangible. Fue la capilla del Dogo de Venecia, símbolo del poder sacralizado y teocrático por el sepulcro único del probo evangelista, aquel joven que huía envuelto en una sábana, desnudo y temeroso la noche triste en que Jesús fue preso. Proseguimos lentamente disfrutando el recorrido. Desde arriba nos mira la mujer de rojo que pudimos fotografiar antes de comprender que lo han prohibido. Bella y rubia, alza sobre su tocado la cabeza de un barbudo San Juan en bandeja de oro, como para advertirnos que en tiempos dictatoriales decir la verdad puede costarte caro. Es un bello mosaico muy edificante... Seremos prudentes. Procuraremos no perder la cabeza.

 

A nuestro alrededor otros turistas pasan, callan, sueñan, admiran, recuerdan y comentan como hacemos nosotros, no muy distintos de su mismo barro. Somos afortunados, sin ser mejores que los muchísimos que morirán sin salir de su pueblo natal a ver el ancho y bello mundo. Y aun así a veces nos quejamos. Concluimos en el atrio de partida el sinuoso ir y venir por tan radiante santuario. Aún estaremos un ratito más, dejándonos traspasar por sus efluvios píos, y saldremos al fin, no hacia la plaza, sino a una callejuela lateral, buscando los letreros que nos lleven al Rialto. Vamos siguiéndolos y nos damos de frente con la Piazza de San Zulián, curioseando de paso los mil escaparates de cerámicas, máscaras, esas preciosas lunas plateadas venecianas y los cristales de Murano, hasta dar con el río de la Güerra y seguir desde él, a la izquierda por la calle de la Mercería, hasta el Campo de Sant Bartolomeo, antesala del Puente Rialto…

Ya es el Gran Canal, la Venecia-Venecia, junto a la balaustrada de mármol blanco una mujer de cutis ya moreno muestra su rostro al sol, alzando la barbilla y cerrando los ojos, bronceándose. Yo la imito  y me sacan una foto… 

Esto es la O.N.U., aquí hay todas las razas, todas las lenguas, todos los anhelos, y unas mismas sonrisas bobilonas por estar dulcemente en la Venezia. Dicen los técnicos aguafiestas que, según pasa el tiempo, esta ciudad irrepetible se va hundiendo en las aguas, como Tartessos o como la Atlántida. Nuestros biznietos tendrán que visitarla en submarino, si nadie lo remedia. El mar que la amó tanto, que le dio sus riquezas, va a terminar ahogándola… como Otelo celoso de sus encantos tan inocentemente prodigados ante el mirar de extraños. El mar será su última máscara, de impenetrables transparencias, para su carnaval definitivo. Pero antes, todavía, aún se muestra cual es, menos joven que sapiente, piel rosácea que es puro maquillaje pero que aún enamora...

Sé que sin ti no es posible la vida,

porque vivir es un dolor oscuro

y un gozo centelleante e inseguro,

y un carnaval, y una causa perdida...

 

No existe el bien si tu amor no lo cuida,

no hay paz del alma sin tu aliento puro,

sin tu cariño no quiero el futuro,

sólo en tus dientes busco yo mi herida.

 

Amapola con pétalos de rosa,

golondrina asustada de mi frío,

reencontrada arboleda rumorosa...

 

Permíteme que olvide mi locura,

Mi edad mis canas y mi desvarío,

por siempre ya abrazado a tu cintura.

Ea versista, déjate de sonetos que se acaba Venecia. Últimas miraditas al palacio ducal. Por aquello de ser también un símbolo del poder veneciano no escatimaron mármoles ni oros para hacer que su aspecto sea una joya. Aunque su construcción arrancó en el siglo IX, este que vemos es gótico del XIV, amplitud en sus ventanales ojivados, loggias, vidrieras, pórticos abiertos, todo en la cómplice intención de dar la imagen de un Estado acogedor y amigo, nada de hodtol ni de corsario. Incluso en sus capiteles, esculpidos con símbolos de paz y de concordia. Miraditas de pena por marcharnos, desde el molo a la isleta de San Jorge, la Punta de la Dogana con las cúpulas y la esfera de oro de la Salute, la Giudecca... 

Ahora, con mayor ansia que viniendo, admiramos desde el vaporetto los palacios que se asoman a los canales... Galería de Arte Moderno, Riva di Biasio y Palacio Marcelo, San Simeone Piccolo… Adio Venezia! Adiós, y vuelta a la rutina laboral, la vida que es prosaica habitualmente, viajando suele ser poesía las más veces.