domingo

 

Hacia las lomas de los hombres verdaderos



El bueno de Ramón nos lleva hasta el embarcadero del río Grijalva, llamado así porque lo remontó Juan de Grijalva antes de la llegada de Cortés, estamos ya en Chiapa de Corzo, en tierra maya sólo que nada recuerda de momento tan legendaria civilización.

“¡Abróchense los salvavidas, no se me caigan al río… que esos hambrientos de la orilla no son troncos sino lagartos!” La lancha rápida remonta el caudaloso río hasta el cañón del Sumidero, pleno de maravillas naturales.


Pero tras recorrer arriba y abajo habrá que volver a Chiapa del Corzo, porque anoche y ya va a comenzar un gran folcklore ¡la Fiesta de los Parachicos!

En Chiapas aún perviven como un millón de indígenas, que representan un tercio del total de los habitantes chapaniecas, siendo tzotziles y tzeltales las dos etnias más numerosas, aunque los antropólogos prefieren visitar a los zoques, mames, tojolabales, choles, lacandones, que permanecen menos contaminados de colonialismos.


¡Que abunden nuestras flores,
que acaben con nuestro hastío,
con nuestra pesadumbre!
Hila amiguita, tinta y teje el algodón,
y démonos felicidad cuando concluye la jornada.
Pues no vivimos para siempre,
demos color y amor a nuestras vidas.
En el mundo de ayer la luna caprichosa
daba y quitaba el color de las mujeres,
pero sus madres las vistieron
con tejidos floridos, que gozaran
ya siempre del color… y del amor.


Al día siguiente seguimos nuestra ruta, pero resultó que cerca de la carretera había habido un derrumbe y quedaron al descubierto pinturas rupestres prehispánicas… Con lo cual, el avisado Ramón nos animó a bajar del autocar para admirarlas mejor.

Frente al abrigo rocoso de sus antepasados, nos da noticia de unas gentes que son únicas, fieles al más remoto ayer, a las costumbres y a los ritos del pasado, y nos anima a seguirle a conocer otra historia chiapaneca interesante. Le decimos que sí, y luego alguno se resiente, pero en verdad nos desollamos gustosamente las piernas barranca abajo, barranca arriba…

… hasta entrar en un mundo fascinante, mirados con azoro por los escasos comuneros que lo habitan, pero que muestran su alegría de reencontrarse con su amigo y benefactor. Para ellos es altamente novedoso encontrarse extranjeros en su comunidad. Aunque no están hostiles sino todo lo contrario. Agradecidos por mucho  bueno a Ramón, se desviven por complacer a los que él trae a su presencia. Con confianza, él saluda a la mujer que está tendiendo ropa y penetra en su casa...

Se oyen risas y voces cuchicheantes pues los de dentro ya están notificados, que en esta parte del confín del mundo todo se sabe, y se aperciben mutuamente cuando divisan a alguien acercándose. Un hueco tapado con la cortina que se mueve, y dos ojos oscuros que se ocultan dan presencia visual a lo escuchado. Pocas palabras y ante todo unos cuencos con bebida que exprimieron de sus arbustos y nopales. "Bébanlo sin prevención, para recuperarse del trayecto". Ríe Ramón y abraza a un viejo flaco y medio desdentado pero de aspecto vigoroso que entra a la casa al saber que él está dentro. Le aprecian mucho aquí, es más que evidente. Nos llama la atención el altarcito, la iglesia queda muy lejana y Dios se encuentra en todas partes, como la Tonantzin madre de México, que también llaman Virgen de Guadalupe (¡qué más da el nombre si lo que les importa es Ella misma!).

Alguien pregunta por el cuarto de servicio, a aguas menores solamente, (tuvimos suerte y nadie padeció del “mal de Moctezuma” que dicen contraen los extranjeros por las salsas picantes). Nos ofrecen pasar y vemos una taza turca, limpia y con un balde lleno de agua junto a ella, y también otro agujero sobre el que han puesto una silla de madera con el asiento perforado pertinentemente en círculo. Debajo suponemos que está el pozo séptico. La silla sirve, nos cuenta Ramón, porque hay ancianos en la casa que mal soportan mantenerse en cuclillas. La mujer, seria, nos pide disculpas por el "cuarto tan como está", como si adivinara algo distinto allá en el mundo vislumbrado a través de la televisión comunal. Pero no hay por qué, ya que además de fosa séptica tienen electricidad, agua corriente aún no, pero están en ello y, mientras, hay arroyos donde buscarla y subirla a la casa, o donde bajar a lavar. Una de las muchachas ojos lindos entra con una palangana y una jarra, y otra nos pasa un jabón nuevecito e inmaculados trapos como secamanos: Es que nos van a hacer tortitas de chuparse los dedos.

Alguien hace ademán como de intento de sacar una propina, y Ramón le detiene fulminante. "Quieto. Ustedes entraron aquí como amigos. No les ofendan". No nos preguntan nada, pero todos parecen querer saber más de nosotros, y Ramón va respondiendo por nosotros a ese indagar con la mirada. Lo hace en el arcaico idioma que les es el cotidiano, aunque hablen español fluidamente. Ahora suspiran y sonríen, miran al viejo que sin más preámbulos comienza a referirnos la leyenda (quizá la historia cierta) de su gente, que traduce Ramón: "En el principio de los tiempos, los dioses que crearon el mundo y los animales también lo hicieron con los hombres verdaderos: mujeres y hombres que nacían y morían pero viviendo en paz, siempre felices. Sólo que un dios cabrón o juguetón les sembró las envidias y las perversas ambiciones y, aunque los dioses otros castigaron su diablura, la humanidad quedó contaminada y nacieron especies con aspecto humano pero llevando en sus entrañas ese germen de envidia y de codicias. Y así, poquito a poco o bien deprisa con violencias, fueron quedándose todas las bondades que los dioses pusieron en el mundo para haber sido compartidas sin disputas. Y mientras que la estirpe de ambiciosos vive en derroches en sus ciudades o en haciendas, sometiendo a los que fueron despojados de su herencia.... sólo los hombres verdaderos siguen libres, aunque casi sin fuerzas y sin ya apenas trecho para recular, pero con autosuficiencia, como seres auténticos".

A comienzos de 1994 bajaron todos juntos a San Cristóbal de las Casas, porque el Ejército Zapatista de Liberación les prometió que les darían nuevas tierras, acaso las de sus ancestros, más fáciles de trabajar para una vida digna. Y en San Andrés el Presidente Fox firmó no sé que acuerdos. Después llegaron sí la luz eléctrica y la televisión, un receptor por comunidad, y eso fue todo, y encima tuvieron que pagarlo caro… con lo que no tenían.

Ahora les tienen una moratoria en lo que se resuelven las quejas interpuestas. Veremos qué resulta cuando venzan los plazos legales. Del mítico subcomandante Marcos no quedan sino su grato recuerdo. Nadie quiere opinarnos qué pasó ni por qué se fue diluyendo aquel espíritu reivindicativo que ilusionara a tantos chiapanecas. En general, ya no se fían y se repliegan a sus chozas sin querer saber más de otras revoluciones. Ramón nos muestra que son muy hospitalarios, luego no son desconfiados por naturaleza. En su aislamiento voluntario, disponen de herramientas rudimentarias para labrar sus tierras como hace cientos, quizá miles de años. Y para hilar con rueca y tintar con cochinillas del agave, raíces y plantas, y tejer con telares manuales…


De común acuerdo, se han arrinconado en este inhóspito lugar para no ser ya más conmocionados, ni por gentes bien intencionadas pero que ni de lejos van a poderles restituir su paraíso robado, aquel que sólo ya en leyendas rememora esta estirpe a extinguir, esta feliz comuna de los hombres verdaderos.