sábado

 

MARRUECOS

 

 

El guía está explicando, con un fondo de música berebere, que entramos en un mundo diferente, hermoso y milenario, de historia y arte a veces semejante al nuestro de antes que Hércules separase en dos lo que había sido unitario en su origen, pero actualmente con claras diferencias en sus culturas, sus gentes, y sus costumbres. Nuestro conductor intenta, y no siempre logra, el adelantamiento de mulos, bicicletas y automóviles llenos de ocupantes, bajo la mirada inexpresiva de algunos hombres sentados en los ribazos de la carretera, sin otro aparente entretenimiento que el ver pasar los autocares de turistas hacia el interior, aunque alguna optimista piensa en voz alta que es que esperan a sus cargadas mujeres que vuelven de Ceuta… para ayudarlas.

 

“Se trata de un país tercermundista. Estas gentes les suponen los ricos que vienen a comprar sus manufacturas y a pagar generosos con propinas sus muchas atenciones. Serán hospitalarios y obsequiosos buscando obtener dirhams, que ustedes deberán gastar con alegría y sin plantearse que les están engañando ciertamente. Algunas precauciones, sin embargo, deberán observar en las medinas viejas y en los zocos y plazas comerciales. Si llega a oscurecer tengan cuidado. No será nada grave, quizá pequeños hurtos, algún masaje indeseado, y poco más. Es mejor que las damas no vistan provocativas. Aunque tampoco lleguen a malinterpretar ciertas sonrisas de algunos hombres, todo lo más pedigüeñas. Recuerden que la entrada a las mezquitas sólo está permitida a los varones. No intenten hacer fotos a personas concretas si no quieren disgustos o no piensan pagar a los que aparentan posar con aceptación engañosa. No se irriten. Muéstrense tranquilas y tranquilos para evitar a los pelmazos, díganles simplemente ¡no! o lá! Y las que sean feministas no sufran... mejor lo dejen aparcado hasta el regreso. Tengan calma, disfruten sus vacaciones".

 

Cruzamos Tetuán sin detenernos. La que fue capital del protectorado militar cae desde la montaña hacia el ancho valle que riega un río (el Martín) nada morisco. Aún se ven trozos de muralla, minaretes, y antiguos cuarteles. Nos parece un pueblo blanco gaditano, rodeado de huertas hacia el monte que va quedando escaso a sus espaldas. Nos espera Chauén.

 


Aunque es sólo porque está entre las cimas de dos montes que en lengua beréber llaman "los cuernos", provoca algunas risas escuchar al guía que Chauén es llamada la "ciudad de los cornudos". Nos dice que nos parecerá otro pueblo andaluz. También, para hacer tiempo hasta llegar, y ya que dijo cuernos, nos refiere que el más alto valor del hogar musulmán lo constituyen la virginidad de las hijas y la fidelidad de la esposa. Como aún hoy en día, muchas musulmanas todavía no tienen libertad para elegir a quienes quieren, porque eso ya les viene arreglado por los clanes familiares, los hombres sospechan que las resultará difícil mantenerse castas. Con lo cual, las pobres malviven continuamente vigiladas por marido, hermanos y demás parientes. Al parecer se les atribuyen tamaños deseos sexuales, y tales flaquezas para contenerlos, que por sí mismas no serían capaces si nadie las ayuda.

 

Chauén es tremenda en todos sus aspectos. Su aroma es la primera de sus señas de identidad. Por la vieja medina de callejas casi verticales baja un olor de especias y de heces, animales y humanas, que se mezcla con el hedor del cuero mal curtido, el respiro de la fruta en los tenduchos, y la resaca de aceitunas amalgamadas con frituras que recuerdan que es hora de comer pese a las náuseas previas. Nos traen aperitivos, panecillos, y seguidamente la jarira, el cuscús, tayín, naranjas y mandarinas, sólo agua (ni vino ni cerveza). Y, por supuesto, un té de hierbabuena que achicharra a quien sigue con prisas españolas.

Las féminas del grupo, en general más bullangueras, se han perdido desesperando al guía que las busca por la maraña de cuestas empinadas. Los que nos quedamos simplemente paseando por las zonas que él ha recomendado, podemos comprobar que Chauén es una ciudad ciertamente interesante. Descontando su olor característico, las chilabas y los minaretes, y el tropel de los niños pedigüeños, más los adultos que lo venden todo, nos parece estar paseando por algún pueblo típico del Sur español. Recordando que el guía ha dicho que cuidado al hacer fotos, fotografiamos con nuestras miradas todo cuanto vamos descubriendo. Vemos que abundan las chilabas en los hombres. Una de las formalitas que no se ha ido con las otras nos hace sonreír al oírla exclamar: "Y mi novio conminándome a no propasarme con los moros. ¡Aunque se te insinúen! ...me ha dejado dicho. De seguro que voy a tener fácil serle fiel si, visto lo que llevo visto, los moros son todos así, y los presuntamente ardientes musulmanes que me han de provocar son los que vemos con esas vestimentas.

Cerca de una mezquita muy andaluza, de finales del siglo XV, hay un hamman o baño turco, calentado a base de virutas de madera y una especie de borra negruzca, que un anciano se ocupa de mezclar e introducir en la boca de la caldera. Las calles son también monumentos de esta ciudad, no extraña pero sí misteriosa. Desde la antigua judería, los pocos que permanecemos juntos enfilamos hacia la plaza donde está aparcado nuestro autocar, pero apenas asomamos no parece sino que nos estuvieran esperando todos los chauenitas. Menos mal que, repartiendo sonrisas y noes, conseguimos llegar hasta el vehículo salvador, donde esperamos sentados a las “locas ausentes”, aprovechando para reflexionar sobre lo visto, y también para escribir estas anotaciones. 

Todos nuestros esquemas, todo nuestra planificación de viaje, todas nuestras ideas preconcebidas antes de cruzar el Estrecho, nos van resultando escasas al contraste con la sucesión de imágenes reales, que nos provocan la sensación de estar como soñándolo, casi desde el mismo puesto fronterizo hispano-marroquí de Ceuta. Esta escapada va a resultarnos de lo más impredecible. En el primer esquema, que nos pasaron por email de anteriores grupos con nuestro mismo itinerario, figuraba la duración de la primera etapa del viaje, de Ceuta a Chauén, como de una hora y cuarenta minutos. Pero a la hora de haber salido del transbordador que nos trajo de Algeciras aún seguíamos embarrancados en la lenta caravana fronteriza de furgones, coches, motos, y, sobre todo porteadoras de todas las edades con bultos enormes. "Aquí el tiempo no cuenta", me dije desde aquel momento e hice bien, pues a partir de tal convencimiento he procurado no romperme los nervios por mis inútiles ideas sobre lo que habría de ser esta experiencia viajera. Tampoco nos servirá de mucho el vocabulario de urgencia que repasamos desde que arrancó de Moncloa el autocar, porque todo lo que nos habrán de ofrecer o pedir lo harán en español. Y, fuera de las llamadas a oración desde los alminares, apenas llegaremos a escuchar hablar en árabe o en berebere. 

La única palabra marroquí que nosotros mismos repetiremos bromeando, tras recibirla hasta la saciedad por las angosturas de las callejuelas ha sido el ¡belek,belek! que anunciara el siguiente burro siempre sobrecargado, buscando abrirse paso entre el torrente de propios y extranjeros. Por supuesto que ha habido otra palabra: dirham, que ha lacerado nuestros oídos desde los labios gritadores de toda una muchedumbre parvularia, que quizá tendría ensayados esos morritos persuasivos y esa manera de pedir también con la mirada, capaces de romperle el corazón hasta a los más tacaños e insensibles. No en vano aquí, en un privilegiado país en el cual hasta los cactus florecen, se enternecen las almas.

 

Por las empinadas calles de las sucesivas medinas a visitar, un guía marroquí hará también las veces de gendarme, apartando a empellones a los otros que le miran envidiosos, por creer que nos lleva como rebaño propio a las laderas donde pacer los bolsos, los kaftanes, las mantas, las alfombras, la cerámica agreste, las gumías y abalorios o los cacharrajos de cobre, (al gusto del turista más al uso), sin sospechar que nuestra caravana tiene otras miras y objetivos más acordes con nuestra condición de trabajadores con muy poco dinero, escasas vacaciones, y para nada consumistas (hasta la fecha).


Llegamos a Marraqués. Fundada en el año 1071 y nombrada capital imperial, nos resulta la ciudad más marroquí, la que más se aproxima a nuestras expectativas de antes de venir, con sus palmeras y su cielo azul que rara vez muestra su verdadero color, escondido, como muchas mujeres, bajo un velo ocre de polvo y arena del Sáhara… Y con el blanco de la nieve que en invierno cubre las cumbres de la cercana cordillera del Atlas.

Con algo más de un millón de habitantes, se ubica en una extensa llanura, y, como cabe esperar en este y otros países musulmanes sin petróleo, la mayoría de las viviendas no superan los dos pisos de altura, por lo cual las ciudades adquieren extensiones descomunales. El número de familias que puede acoger un edificio de una ciudad europea, aquí supone varias manzanas de construcciones.

Sólo hay un tipo muy específico de construcciones en estas ciudades musulmanas que, por su altura, destacan notablemente sobre el resto y sirven de referencia al viajero: los alminares o minaretes de las mezquitas (torres utilizadas por el almuédano para llamar a la oración y símbolo de unión entre la tierra y el cielo, cuya función y simbología es casi idéntica a la de los campanarios de las iglesias católicas). Gracias a ellos no nos debe preocupar perdernos en Marraqués por entregarnos al placer de caminar libres, porque la Koutubiya, es nuestra mejor brújula. Dicho alminar, visita obligada, es lo único que queda de una antigua mezquita del tiempo de los almohades. De planta cuadrada y decoración en cerámica verde y blanca en la parte superior, su sencillez y su armonía hacen de ella el monumento más emblemático de la ciudad (que inevitablemente nos recuerda a nuestra sevillana Giralda).

 

La plaza donde confluyen todas las calles de Marraqués es como un microcosmos en medio de la ciudad, la “Yemá-l-Fná”. Declarada por la UNESCO "patrimonio de la humanidad", arrebató a intelectuales y artistas como Juan Goytisolo, al que se le solía encontrar a la mesa de alguna de las muchas terrazas que rodean la plaza, quizá con un té verde, el "whisky marroquí", en la mano. Nos sumergiremos en su totum revolutum de encantadores de serpientes, domesticadores de monos, aguadores, escribanos, mujeres con los rostros cubiertos que tatúan con henna a las turistas, mendigos, cuentacuentos, vendedores de hierbas y mejunjes supuestamente medicinales o afrodisíacos…

Y centenares de puestuchos en los que se puede tomar té, zumos, dátiles riquísimos… todo lo que está a la vista, y por sólo cuatro cuartos. Este pequeño mundo se prolonga a lo largo de las abigarradas y retorcidas callejuelas que, como hormigueros, salen de la plaza, o llegan a ella, vomitando o engullendo personas, turistas y marroquíes, todos mezclados. A pesar del río humano, en ningún momento se produce la más mínima situación de peligro, y las únicas precauciones que deberemos tomar serán las propias de cualquier lugar demasiado concurrido. Pero es un gozo al día siguiente pasear casi solos por las zonas monumentales que nos evocarán la Alhambra de Granada (y eso gracias a que una del grupo pidió y obtuvo el poder ver las tumbas saadianas... por si las moscas la caían en los exámenes de febrero)

Así, al margen de la laberíntica medina, de olor intenso y mareante, que anula el resto de los sentidos. Lejos de sus perfumes pegajosos y dulzones, de los reptiles enroscados como collares gruesos y viscosos, libres de los mercaderes de antiguas caravanas del pasado que perduran aquí, donde el tiempo parece haberse detenido, nos damos cuenta que la histórica y artística Marraqués esconde lugares mucho más interesantes que su “Yemá-l-Fná” (que a fn de cuentas no es más que un espejismo que hace ver lo que no es a tantos viajeros). Así que disfrutamos pudiendo ver con nuestros propios ojos lo que describen los libros de texto.

 

Tras terminar nuestro deambular por Marraqués nos lleva el autocar a las orillas del río Fez, y entramos en la ciudad santa del mismo nombre. “Fes” la pronuncian sus habitantes. Fundada en el año 808 como ciudad universitaria y religiosa, sigue siendo centro intelectual y espiritual de Marruecos. Al llegar a Fez, nos damos cuenta de que ésta es mucho más occidentalizada que Marraqués. Lo primero que lo delata es la casi total ausencia de burros en las calles. El centro tiene el mismo aspecto que muchas urbes españolas, con avenidas anchas, ajardinadas, flanqueadas por edificios de varias alturas. Se ven pocas mujeres con los cabellos cubiertos. Nos sentimos casi como en casa.

Esta ciudad que le da nombre al típico gorro marroquí, rojo, con una borla negra en la parte superior y de forma cilíndrica, nos reserva en su medina vieja un impacto visual equiparable al que sentimos en la “Yemá-l-Fná”. Como allí, ninguno de estos desvencijados edificios sobrepasa demasiada altura, y el sol no se llega a ver. Tal es la angostura de las calles zonificadas para separar los gremios. De nuevo la fascinación vuelve a aparecer: la belleza se esconde tras un velo o una rudimentaria pared, dentro de muchos de los ruinosos edificios podemos encontrar opulentos palacios o exquisitas mezquitas, todo tal como recordamos que alguna vez fue en nuestro al-Andalus: fuentes, murmullos de agua, mármoles, vistosos azulejos, arcos de herradura, mocárabes... todo ello en interiores. Patios llenos de luz y, con un poco de suerte, inundados por el embriagador aroma del jazmín o el azahar. Nada o muy poco de eso se trasluce al exterior.

 

Mezquitas, madrazas… Entramos en una de estas (especie de universidad) llamada “El Attarín”, que está enclavada junto al zoco de los especieros de la medina vieja. En su patio interior, hay una leyenda que los alicatadores grabaron en la hilada de azulejos justo debajo de los estucados. Dice así: "Recitar la plegaria prescrita preserva de los vicios y pecados, pero el verdadero mérito de la oración es el pensar en Alah mientras se reza".

Hay momentos en el que nuestro viaje es como una encendida plegaria que nos permite repensar la vida, y revisar si va siendo correcta nuestra manera de afrontarla. No podíamos llegar a imaginar que entre el agobio de los zocos y talleres de tejedores medievalizantes, en el suplicio y hedor de las piscinas de aquellos curtidores como ánimas en pena desecando sudarios, en la riada de turbias avenidas de mugre y de tinturas, íbamos a encontrar las sencillas respuestas a tantos interrogantes del presente y del ayer.

 

Marruecos nos ha mostrado, con su tremenda realidad tan primitiva, nuestras auténticas raíces, las que nos nutren de las energías necesarias para seguir hacia adelante, sin parones ni lamentos, hasta donde ya sabemos que podremos llegar si nos lo proponemos. En el impredecible recorrido en busca de otras formas de vida hemos encontrado la profunda verdad de nuestra existencia. Se nos brindó mientras estábamos caminando por aquellos vericuetos de acusados olores, que en vano nos intentaban paliar con hojitas de menta y hierbabuena, mientras nos dolía el alma ver en qué condiciones infrahumanas trabajan aún estos seres humanos tan próximos a nosotros, tan iguales a nosotros mismos en lo esencial. Afortunadamente, el haber podido zambullirnos en Marruecos nos ha rehumanizado y reconciliado con este insondable misterio que es vivir. Nada ni nadie podrá desencantarnos pase lo que pase, porque ya no volveremos a sentirnos ni perdidos ni solos, nunca jamás.