jueves

 

ABIDOS. Mirada a los orígenes

 

 

Acabamos de aterrizar en Luxor y estamos deseando que amanezca para admirar ese lujuriante y fértil valle del Nilo cuajado de monumentos faraónicos que, fugazmente hemos llegado a vislumbrar desde las ventanillas del avión.

Para los egipcios, los españoles venimos a ser como los coptos, su minoría cristiana a la que respetan porque conserva en sus liturgias el idioma último y la escritura final de los tiempos faraónicos, así que no esperamos que nos sean hostiles y así tengamos nuestra estancia en paz.

 

Ponemos los relojes en hora egipcia, una más que en España, y preparamos la mente para imaginar unos cuantos milenios atrás, en el tiempo anterior a las pirámides, cuando Egipto era un país aún más desértico, con algunos pantanos cenagosos y un gran río de Sur a Norte con riberas insalubres, habitadas por mosquitos y ranas, e imperadas por cocodrilos e hipopótamos… Hasta que un grupo humano laborioso se propuso mejorar todo con ingenio y esfuerzo. Habían llegado escapando de la creciente desertización del gran Sahara y fueron organizándose por regiones (nomos) tanto en el llamado Bajo Egipto (Norte, más fértil gracias al limo depositado por las inundaciones anuales) como en el Alto (Sur de Egipto, más árido), antes de someterse a un monarca al que llamaron faraón.

 

Los pobladores de Egipto supieron crear zonas cultivables, gracias y a pesar de las crecidas cíclicas de agua, que anegaba ambas orillas y arrastraba el limo improductivamente hacia el mar. Los ingeniosos egipcios idearon cómo retener la "kemi", la tierra negra fértil, en todo el delta y en una estrecha franja verde de más de mil kilómetros. Un verdadero oasis en toda esa extensión, donde al descender el nivel de las aguas cada año,  creció la vida y renació este gran país que había vencido a la muerte, a la tierra roja, "keseth", tierra del maligno dios Seth y del desierto de donde temían  todo lo que les era indeseable, las tempestades de arena abrasadora, las fieras y los demás animales demoníacos... 

Seth era hijo de la diosa del cielo Nut y del dios de la tierra Geb, pero tenía envidia mortal a su hermano Osiris, al que descuartizó dispersando sus pedazos por todo Egipto. Pero una hermana de ambos, la diosa, Isis buscó los trozos para recomponerlo… ¿Y dónde encontró la cabeza? Pues justo a unos 140 kilómetros de Luxor, en el primer lugar que vamos a visitar. 

Osiris es la personificación del fértil Egipto, muerto por el malvado Seth que personifica al desierto. Así que visitaremos el primer templo de Osiris y de Isis, padres del dios Horus. Isis personifica la estrella Sirio, y Horus, el dios halcón, es personificado por sus hijos, los faraones. Todo esto y muchas cosas aún más interesantes lo podremos aprender en Abidos, cuna de la civilización faraónica.

Amanece y desde el microbús que nos transporta podemos entrever la primera zona urbana del Luxor actual, no muy distinta de las afueras de una ciudad cualquiera del Sur de España, sólo que con alminar en lugar de campanario.

 

Tras girar a la izquierda aparece ya el deseado río Nilo, que vamos a tomar como acompañante tantos días. Circulamos por una especie de avenida que llaman "la corniche", con grandes y pequeños barcos anclados en su orilla y los más madrugadores vendedores de baratijas para turistas. Todo se ha acelerado y enseguida dejamos el vehículo rodante con nuestros equipajes, que nos serán porteados de inmediato a nuestro “hotel”.


 

Este resulta ser flotante, pues se trata de una inmensa motonave, en la cual nos hacen pasar bajo un inevitable arco detector que nos pita a casi todos, aunque no les resulta motivo suficiente para mandarnos que nos desprendamos de nada metálico. La amable tripulación nos recibe con sonrisas, toallitas húmedas, y, lo que es más de agradecer, a modo de refrescante bienvenida, unas bandejas con bebidas frías a base de “Karkadé”, una planta Nubia parecida a nuestros hibiscos, cuyas hojitas dan lugar a una infusión roja, que se deja beber con agrado.

 

Poco antes de partir hacia Abidos tomamos posesión de nuestros camarotes en  la motonave, en los cuales dejamos nuestros equipajes y, sin más dilaciones, nos vamos por carretera a nuestro primer destino turístico. Nos anuncian que al volver en dirección a Luxor será el trayecto más corto, porque el microbús nos dejará en el barco que enseguida zarpará a esperarnos a la altura de Dendera, segunda visita programada para después de comer a bordo.


Cuando estamos ya casi llegando a nuestra primera visita al antiguo Egipto, dejamos a la derecha el “Abydos Hotel”, y, a continuación, a la izquierda, un camping medio abandonado que divide en dos partes una franja urbanizada, tras la cual se nos cruza (la cede el paso amablemente nuestro conductor) una campesina en lo alto de su cargado camello. 

Dejamos atrás la Abidos actual y poco después divisamos frente al microbús lo que parece un gran edificio de aspecto monumental, pero demasiado moderno a nuestro ignorante entender ya que resulta rondar sus más de tres mil quinientos años de edad. Es el gran templo de Seti I, de la Dinastía Ramésida, que sustituyó a otro anterior de la Primera Dinastía, y que nos presenta su enorme fachada con doce grandes columnas planas, que enmarcan la entrada al recinto sagrado. Detrás de éste se divisa una gran muralla natural que defendió Abidos de las incursiones libias, aunque los atacantes consiguieron traspasarla y saquear las tumbas, donde según parece se enterraron los primeros faraones de este enigmático país.

Un jeep que nos ha precedido aparca junto a nosotros, sin que salgan de él sus armados ocupantes, y el guía nos comenta que no hay ningún peligro, pero que la policía y el ejército mantienen preventivamente el protocolo de seguridad turística implantado tras los luctuosos atentados de 1997 en Tebas Occidental. Saltamos al aparcamiento y ahí mismo, brevemente, un guía local nos da la bienvenida y nos suelta una especie de preludio acerca de lo que venimos a ver: Más o menos hace cinco mil años es el comienzo de nuestra historia de verdad. Aunque comenzara antes, hace más de siete mil años. ¿Qué pasaba hace esos cinco milenios? Pues que había dos países separados. Alto y Bajo Egipto. Bajo al norte, Alto al sur, cada cual con su capital y con su rey, sus propios dioses y su propia cultura. El loto y el papiro eran sus símbolos. La flor del loto el Sur, Alto Egipto. La planta del papiro en el delta, al Norte, Bajo Egipto.

La flor de loto, flor de la vida, símbolo de eternidad, que se abre al amanecer y se cierra por la noche, pero no muere. En el Norte también tienen su símbolo de eternidad en la planta del papiro, que tiene la forma que simboliza en el antiguo Egipto, el triángulo que representa la pirámide... Dos símbolos pues, dos países, dos coronas. Hasta que llegó un faraón del Alto Egipto que se llama Narmer, que era de aquí, del Sur de los “seguidores de Horus”. Su tumba, y las tumbas de los demás reyes, más algunos cenotafios, es lo que vamos a visitar después de nuestro luminoso objeto deseado (el templo de Seti I).

Después comprobaremos que, Umm el Qaab, no es más que los escasos restos de antiquísimas tumbas saqueadas y vueltas a saquear a lo largo de los milenios, y que además estaban construidas con materiales muy perecederos, por lo cual la mayoría están siendo restauradas. Es curioso, precisamente por estar escrito sobre materiales despreciables, pequeñas etiquetas  de cerámica, que servían para identificar el contenido de las ánforas con las ofrendas y provisiones, que los reyes acopiaban para su vida de ultratumba, resulta hasta simpático que estemos descubriendo los primeros vestigios de la escritura egipcia, el nombre de sus primeras ciudades y de sus primeros acontecimientos históricos, y también el nombre de sus primeros reyes, de alguno de los cuales sólo conocemos, de momento, el nombre escrito en un humilde trozo de barro cocido. A esos reyes escasamente conocidos, se les denomina “los seguidores de Horus” pero, también lo serían de Osiris, el padre del dios-halcón.

Ahora echa a andar y todos le seguimos hacia el gran templo, según se nos comenta que a ese Narmer hay quien le llama Menes… Terminamos de pasar todos al interior, de dimensiones enormes pero con un acabado exquisito. Es distinto a todo lo habitual en el resto del mundo. No tiene nada que ver ni con las catedrales, ni con las sinagogas, ni con las mezquitas, e impresiona por su singular majestuosidad y la original solidez de sus naves, sustentadas por robustas columnas, precedentes de las más enormes de romanos o griegos, y por sus muros decorados con jeroglíficos y bajo relieves de la época faraónica. Al parecer fue mandado edificar al comienzo de la Dinastía XIX, con Seti I (aquí repetidamente representado junto a distintos dioses), aunque se concluyó reinando ya Ramsés II.

 

El guía nos hace seguirle a duras penas, porque la impresión nos deja parados admirándolo todo muy detenidamente, aunque luego, colándonos sin él, nos dispersamos sin casi escucharle, para hacer fotos en las inmensas salas, de techos algo ennegrecidos pero con las paredes vistosamente claras y decoradas con escenas muy coloristas.

 

Dando tirones de nosotros con la teatralidad de sus gestos en apoyo de sus explicaciones, demasiado densas todavía para nuestro gusto de turistas, al rato consigue encauzarnos a una especie de ancho corredor donde se detiene de nuevo para comentarnos que está decorado con una especie de primera lista de los faraones egipcios.

 

Setenta y seis los reyes en total. Los nombres de los de la Primera Dinastía se han podido contrastar con otros vestigios, de Saqqara, Hieracónpolis, y también en una piedra de Palermo, llevada allí como parte de una estela conmemorativa... Aquí aparece el primero Hor Aha, Aha-Horus. El segundo Horus se llamaba Zer. El tercero es una reina, Meryet, (que no será la única mujer que reine en Egipto, pues, además de la famosa Cleopatra, lo hicieron algunas más, como la tan famosa reina Hatshepsut, y otras). El cuarto, Uadyi, o Uadyed, más conocido como “el rey serpiente”. El quinto rey, Udimu. Enezib el sexto. Séptimo, el rey Semerkhe, y el octavo, Kee o Kaa... y, así, hasta el último de sus reyes, Khasekhemuy, tras el cual la necrópolis de  Abidos fue abandonada durante siglos y siglos. Volvemos al primero, Hor-Aha, es el faraón hijo de Narmer, el unificador de las dos tierras, Alto y Bajo. Alto con capital en Tinis, al norte de Abidos. Bajo, con capital en Buto, en el Delta del Nilo.  Pero no fue el primero-primero, ya que antes hubo otros reyes, por ejemplo el “Rey Escorpión” el de las “dos señorías”. No se trata de una sola unificación para siempre, hubo muchas desavenencias, nuevas secesiones y otra vez nuevas reunificaciones, hasta llegar a la definitiva.

 

Vamos saliendo, volviendo la cabeza, de la segunda sala hipóstila, que tiene dos capillas consagradas una a Ptah-Sokar-Osiris y la otra a Nefertum. En la primera, en la de Ptah-Sokar-Osiris, aparece una imagen en la que Isis, en su forma de ave, se ha posado sobre Osiris muerto, tendido bajo ella, pero con su pene evidente. Representan el hecho de estar ambos copulando. “Así concibieron a su hijo Horus”, nos dice lacónicamente el guía, sacándonos de allí y haciéndonos caminar un buen trecho para ver la necrópolis regia de Umm el-Qaab, donde se enterraron los reyes predinásticos y de las primeras dinastías de Egipto a partir del faraón Narmer.

 

No es que se vea mucho, sólo quedan como unas bocas de entrada al "Metro" para bajar a las tumbas, y las que están destapadas también tienen poco que ver, sólo compartimentos cuadrados y rectangulares, de ladrillos desmoronados. No queda nada dentro de las tumbas, que están muy estropeadas. Una brigadas de peones, trabajando a pleno sol, van cribando una montonada de arena en busca de fragmentos de cerámica u otros pequeños vestigios materiales extraídos del fondo de las tumbas. Por eso hay muchos bastidores inclinados con telas metálicas muy tupidas, como las de las obras de construcción de edificios para limpiar la arena de miga, sólo que en nuestras obras lo que no pasa por la criba es lo que no vale, y, aquí es justamente al contrario: Lo que no vale es la arena del desierto que es lo que se cuela, y lo que salvan y recogen para clasificar son los “trocitos arqueológicos” de cerámica, algunos pequeñísimos, de menos de dos centímetros...

 

No nos detenemos mucho en la necrópolis porque nos decepciona, pese a la importancia que se la supone tiene para los arqueólogos. Al fondo, un farallón montañoso aparece en toda su longitud, desnudamente bello, mostrando uno de esos llamados “uadis”, (como el desfiladero de la entrada a Petra, en Jordania), y que al parecer comunicaban Abidos con un gran oasis que sigue al otro lado, sólo que a bastante distancia. Por esa grieta penetraron, hace más de cinco mil años los primeros saqueadores de tumbas, que fueron expulsados enseguida. Pero a partir de los saqueos, los faraones se limitaron a dejar aquí sus cenotafios para enterrar en ellos a sus seres más cercanos, esposas y servidores, mientras sus restos se enterraron con mayores seguridades en el Delta, lejos del peligro libio, en tumbas mucho más sólidas a las que llaman “mastabas”, las cuales superpuestas unas sobre otras dieron lugar a la primera pirámide (que también visitaremos antes de volver a España): la escalonada de Saqqara.

 

No obstante, en Abidos quedan, descubiertos o por descubrir, bastantes restos de túmulos y tumbas, además de los citados cenotafios para albergar la parte espiritual y algunas vísceras de los faraones. El resto del cuerpo, dicho está, lo hacían reposar principalmente en Saqqara, y después en Guiza, en el entorno de las tres famosas pirámides (que visitaremos cuando estemos alojados en el Meridien Hotel (muy cerca de ellas).


Siguiendo en Abidos, como el primitivo santuario de Osiris de hace cinco mil años desapareció a los pocos siglos de construirse con materiales perecederos,  fue también Seti I quien impulsó la construcción de un nuevo “Osirión” en piedra perdurable. Y en este lugar de peregrinación fue donde ya comenzó a hablarse de pirámides, porque los sacerdotes venidos de todo Egipto, consensuaron la creencia de que, en la creación del universo, la colina que emerge del caos por obra del Creador es una pirámide que anula el caos primordial, y estaba rodeada totalmente de las aguas que propiciarían la vida de humanos, animales y plantas. Además fue compartida por todos la seguridad de que, en la cúspide de dicha pirámide primigenia comenzó a brillar el sol.  (En Guiza, veremos algo parecido en el templo del valle de la Pirámide de Kefren. Aunque los pilares del patio de aquí son menos estilizados, resultan más ciclópeos, quizá porque son más modernos que los de Guiza, pero es la misma sensación de desnudez, de construcción inacabada, de aparentar el caos de antes de la creación, en el que todo está por hacer). 

De vuelta, ya dentro del microbús que rueda a toda velocidad hacia el barco, porque se ha hecho tardísimo y habremos de comer antes de salir de nuevo a ver más cosas, el guía explica que el halcón Horus, simboliza el cielo, pues cubre la tierra con sus alas protectoras y la ilumina con sus ojos, el sol y la luna. Resulta que la luna brilla menos porque el malvado Seth dejó tuerto a su sobrino, en una de sus frecuentes peleas (al parecer Horus le arrancó a él un brazo). Eso y otras fabulaciones parecidas creían nuestros remotos antepasados. Mitos. Las gentes sencillas necesitaban mitos para transcender sus amargas realidades. Aún hoy en día, sin echarle imaginación difícilmente se puede seguir viviendo con plenitud.