jueves

F L O R E N C I A


Situada entre las ricas planicies de la Emilia Romana y ese jardín tan verde que es la Umbría, la Toscana y su capital Florencia son una antología de la mejor Italia en todo su esplendor, tan fértil como bella, tan verde como florida que, por si fuera poco, los toscanos se encargaron por los siglos de los siglos de embellecer aún más con la poesía y las demás bellas artes. Florencia es el ensueño bien despierto que anima a quienes llegamos a gozarla, la brisa fresca que disipa nuestras nieblas interiores. De entrada subimos a todo lo más alto de Florencia, la iglesia de "San Miniato al Monte". Desde su cumbre la vista de la Ciudad del Arno nos hace suponernos ya en el Cielo…

La cúpula de Brunelleschi. El campanile de Giotto, Pisano y Talenti. La torre de la Signoria, la Santa Croce, el Ponte Vechio, los Uffizi,... El paisaje, y el espíritu toscano que lo vivifica desde los tiempos de la romana Tuscia, han sido fuente de inspiración para mil artistas y literatos, Fra Angélico, Paolo Ucello, Masaccio, Mantegna, Botticelli, Giotto, Leonardo, Miguel Ángel, Rafael, Ghiberti, Brunelleschi, Donatello, Vasari, Cellini, Boccaccio,... y el Dante (al que recordaremos hoy especialmente, al igual que hicimos con Petrarca en Avignon). Pero antes pasaremos a esta iglesia en honor del mínimo San Miniato. 

Tiene tres naves divididas por columnas y pilares compuestos, con techo de tijera policromado. Si elevamos la vista nos daremos con el Cristo bendiciendo desde la parte superior del ábside, en el presbiterio sobreelevado al fondo de la nave central. Hay delante de dicho presbiterio una capillita con forma de tabernáculo y bóveda de cañón como cubierta, donde destacan los mármoles muy blancos del arco de la bóveda. Es la "Capilla del Crucifijo", obra en su mayor parte de Michelozzo Michelozzi.

Bajamos a la cripta, donde están las reliquias del santo titular de la Basílica, de nombre Miniato y de historia desconocida para nosotros (seguro que a la próxima habrán puesto un cartelito con alguna breve leyenda, aunque sea en italiano). La cripta es un bosquecillo precioso de bóvedas entrecruzadas y columnas de mármol entrevetado en azules. Pero salimos corriendo, por el susto casi infantil cuando advertimos que el suelo a oscuras es como un mar de lápidas con inscripciones funerarias, aunque también porque estamos deseando descender a la ciudad de nuestros sueños.

Por fin estamos paseando Florencia. Al fondo de la Via della Vigna Nuova, el gran Palazzo Strozzi, al que muchos consideran el más hermoso palacio florentino del Renacimiento, levantado entre Benedetto da Maiano, Simone del Pollaiolo, y la tira de canteros, albañiles y carpinteros que aparejaron su grandioso paramento de almohadillado rústico, sus dos órdenes de elegantes parteluces y su sin par cornisa de coronamiento. 

Llegamos a la Gran Via de Tornabuoni,  haciéndonos elevar la vista la “antica Torre de Gianfigliazzi”. Ese apellido, Tornabuoni, nos recuerda la triste historia de la esposa de Lorenzo, que se llamaba Giovanna. Ambos vivían una historia de amor casi perfecta cuando ella murió al dar a luz a su único hijo. En el taller de Domenico Ghirlandaio, la inmortalizaron en un retrato sereno, armonioso, prototipo del retrato ideal renacentista, imbuido de la bella y equilibrada espiritualidad clásica que ella irradiaba (cuadro que vimos y volveremos a admirar en el Thyssen madrileño)

 

En esto nos metemos ya por la Via degli Strozzi hasta la Plaza de la República, desde la que comenzamos a ver la linterna y la parte superior de la gran cúpula (¡Che emozione, Filippo mío!) del gran Bruneleschi.

Así que, a pasos agigantados, adelantamos a los que allí se acercan con la sola obsesión de alcanzar raudos la Piazza San Giovanni que junto a la del Duomo constituye la meta más preciada del turismo mundial y extraterrestre. Porque Florencia, que es decir la poesía del Dante, la pintura de Boticelli y la esculturas de Miguel Ángel… en arquitectura es la gran cátedra del sinigual Filippo Brunelleschi. 

Estamos ya en la plaza del "Bel San Giovanni", como diría Dante, ante el más ilustre edificio románico de la Toscana. Románico, pero no romano como quisieran algunos exagerados patrioteros de por aquí. Es "sólo" del siglo XI, de planta octogonal y cubierta piramidal, casi un "templo rotondo" de mármoles verdes de Prato y blancos de Carrara sobrepuestos en el siglo XIII. Pero ¿y las tres puertas?  La de la fachada norte por ejemplo. En 1401se escuchó: “Signore Ghiberti a usted le toca hacernos esta puerta”. Pero antes, la del sur la hizo Andrea Pisano en 1330. Las siguientes ya las esculpiría efectivamente Lorenzo Ghiberti, antepuesto a nuestro preferido Filippo Brunelleschi, porque este presentó una obra ya renacentista y los carcas del jurado del concurso todavía se andaban en lo gótico.

Hay que reconocerle Ghiberti que esta tercera puerta, no la del concurso sino la del Este, merecería ser la del propio Paraíso en opinión de Miguel Ángel. Sus diez paneles que parecen de oro, con las escenas del Antiguo Testamento, desde la creación de Adán y Eva, hasta Salomón recibiendo en Jerusalén a la Reina de Saba, son una divinidad del más alto cielo, bello milagro de orfebrería más que escultura de bronce dorado. 

Y a continuación nos quedaremos ambos de piedra rezumante frente a la fachada de Francesco Talenti, concebida en su origen por Arnolfo di Cambio... y concluida por Emilio de Fabris en 1887. 


Este es el Duomo, la catedral de Santa María dei Fiore, que pasamos a admirar por dentro tras piropearla por fuera, majestuosa pero sencilla, si la comparamos con el interior de San Marcos de Venecia. Lo que más nos impresiona es la concavidad de la grandiosa cúpula. Vasari y Zuccari pintaron los frescos de su interior, un gran "Juicio Final" que nos hace pensar en Miguel Ángel, y que ocupa cuatro veces la superficie pintada por éste en la Sixtina. ¡Una pasada de metros cuadrados allá arriba! 

Hay también, por aquí abajo, un relicario de Ghiberti que, como se ve, sabía hacer más cosas que bellas puertas, porque además ayudó a su rival con la cúpula y a Donatello en las vidrieras. 

En fin, que estamos muy pero que muy a gusto. Un enorme reloj nos da el “tempus fugit” que nos condiciona, y decidimos sacrificar la subida a lo alto de la cúpula y también al campanile para poder ver otras muchas cosas. Por ejemplo la cripta, que conserva vestigios de la primitiva iglesia anterior a la catedral gótica, y que además contiene... (María Rosa se emociona) ¡Nada menos que el extremadamente sencillo pero entrañable sepulcro de Filippo Brunelleschi!

Al salir nos seguimos recreando con los mármoles de fuera y con la cúpula y el campanario, antes de dirigirnos a buscar la "Señoría". 

Por una calleja que vemos frente al lateral del "campanile" admiramos desde más lejos la esbeltez de esta torre, y el arte de Giotto, Pisano y Talenti que la levantaron. Muerto Arnolfo di Cambio, que inició las obras del Duomo en 1296, encargaron a Giotto que las continuara y que además construyera un "campanile" acorde. Muerto a su vez el sublime Giotto, le tomaron el relevo en lo de la torre Andrea Pisano y Talenti. 

Dicho está que lo que buscábamos era la mejor ruta hacia la Señoría o "Palazzo Vechio", pero ¡ay! que en el camino nos cruzamos con la iglesita donde se casó la divina Beatriz Portinari… y se nos trastocaron las preferencias inmediatas.

Con la imaginación nos retrotrasladamos a esa fecha y se nos cruzó a nuestra derecha el desolado Dante mordiendo el cuaderno-libro donde había escrito para ella tan sentidos poemas desde que la vió por vez pimera: “Yo, pueril, andábame a buscarla y la veía con aparecer tan digno y tan noble que ciertamente podíansele aplicar aquellas palabras del poeta Homero: No parece hija de hombre mortal, sino de un dios”. (Si bien está documentado que los padres de Beatrice fueron Folco di Ricovero Portinari y Cilia di Gherardo Caponsacchi). 

Dante insertó en el poemario que titularía “Vita Nuova”, el siguiente soneto junto con otros en homenaje perpetuo a su amor imposible. Este lo escribió cuando ella aún no estaba oficialmente comprometida al que sería su esposo:

Tan honesta camina y tan hermosa

la casta Beatriz cuando saluda,

que la lengua temblando queda muda

y la vista mirarla apenas osa.

Ella pasa benigna y decorosa,

oyéndose loar rostro no muda,

y quien la mira enajenado duda

si es mujer o deidad maravillosa.

Muéstrase tan amable a quien la mira

que al alma infunde una total dulzura

aunque su porte siga siendo grave.

Y tal respeto su presencia inspira

que arde sin fuego su llama más pura

prendiendo amor en quien ella bien sabe.

“La vida nueva” es la triste y verídica historia de un amor sólo platónicamente posible, que alcanzará suprema plenitud cuando ella deja de pertenecer a su marido, porque la muerte la ha liberado de toda atadura terrenal. La elegida de Dante, vecina suya en Florencia, frecuentaba la misma “chiesetta” que la familia de Dante, los Alighieri, donde coincidirían en los oficios religiosos, aunque no intercambiaran entre sí más que breves saludos, aderezados todo lo más con miradas y sonrisas. Sólo con eso él poeta se enamoró de ella absoluta y definitivamente, como él mismo confiesa al comienzo de su libro publicado tras la muerte temprana de Beatriz, sepultada en dicha iglesia florentina (llamada Santa Margherita, sita en la hoy Via di Dante).

No consta históricamente que ella, fiel esposa, correspondiera al grande amor de su vecino, ni tampoco que este no fuese años después un esposo fiel de Gemma Donati, la madre de sus cuatro hijos. Lo que sí consta es que Beatriz, murió del último de sus continuos embarazos tendentes a dar un heredero legítimo a su esposo, antes de cumplir los 24 años, sin haberle llegado a parir hijos viables al banquero Simone di Bardi, que procedió a legitimar los ya habidos (Francesca, Bartolo, Gemma,…) con su amante Bilia di Puccio, casándose con esta. Al menos eso nos cuentan en la casa-museo que hay en la misma calle de la citada iglesia…

Tampoco consta que la infortunada joven se casase enamorada de su desconocido novio. En la Florencia de aquel entonces era infrecuente lo de que las jovencitas pudieran casarse con la persona previamente amada, pues la opinión de la novia era irrelevante en aquel siglo, en la que el matrimonio era un contrato más, otro de los negocios entre los jefes de las familias, a veces más rentable que la banca o el comercio de la seda o de la lana. Los hombres solían verse libres antes y después del matrimonio, pero las mujeres pasaban de la potestad paterna a la marital, sin alcanzar su libertad hasta morir (o hasta sobrevivir al marido). Pero es verdad diáfana que la misma Beatriz de tantos hijos malogrados, logró ser madre de un hijo viable y ya imperecedero: el “dulce estilo nuevo” de la poesía del amor cortés y del misticismo neoplatónico, que desde la publicación de “La vida nueva” de Dante Alighieri, viene inspirando a tantísimos versistas siglo tras siglo (incluso en este hay quien sigue escribiendo sonetos acrósticos a la divina Beatrice).

 “Beatrice es Amor”. Lo repetía

el Dante que te alzó al Noveno Cielo.

Aunque ¿aquello fue amor o simple anhelo?

¿Todo era ensueño, viento y poesía?

Respóndeme Beatriz. Tú misma un día

interrumpiste tan estéril vuelo,

cuando un volcán surgió bajo tu hielo

estremeciendo tu alba fantasía...

El que fue tu marido afortunado

suscitó en ti otra suerte de dulzura:

¡Amor sin versos pero apasionado!

Menos mal que al dejar de ser tan pura

olvidaste muy pronto a aquel castrado

rimador inmortal de tu hermosura.

Su boda se celebró en la misma capilla donde después su padre, el compungido Folco Portinari pagaría sepulcro para la temprana flor marchita. La niña antes mimada, la adolescente objeto de veneración de aquel hijo sin gracia de los Alighieri, se convertiría a los pocos meses de su matrimonio en una vulgar esposa florentina de las de su tiempo, torpe en la cama e incapaz, fuera de ella, de gobernar sola su hogar. Enfermiza, débil, atormentada por continuas regañinas, y sin dar herederos a su esposo, no tuvo otro recurso que orientarse a la lectura, los rezos y el arte del bordado para impedir que se agrandara en ella su estado depresivo. Aunque su historia tuvo final feliz: Su dormición la otorgó eterna juventud en el Noveno Cielo donde la supone Dante (en su “Divina Comedia”), llegando a ser durante siglos paradigma del Amor siempre triunfante ante la Muerte.

Descendemos al firme de las calles de Florencia, Vía Dante arriba, y seguimos por la dei Tavolini hasta la gran arteria de Calzaioli dándonos de frente con la iglesia de Orsanmichele (S. Michele in Orto, románica en el siglo IX, transformada en el XIII en la lonja del grano por Arnolfo di Cambio, destruida por un incendio en 1304 y reedificada gótica poco después por Francesco Talenti y otros colegas del siglo XIV). Tampoco nos detendremos mucho, salvo para cotillear al pasar los tabernáculos del exterior, llamados de las artes mayores, donde los gremios florentinos expusieron a sus santos patrones (esculpidos por los mejores escultores que tuvo Florencia en un par de siglos: Ghiberti, Verrochio y Donatello).

Entramos ya en la gran plaza de la Señoría. Aquí fue quemado Savonarola por orden del Papa Borja. Estamos en el centro cívico por excelencia de la ciudad, plaza inmensa, elegante, guapa como pocas. De frente la Lonja y a su izquierda los palacios de los Uffici y de la Señoría. Este último llamado Palacio Viejo, con su esbeltísima torre almenada y su gran reloj. 

Hay un verdadero museo de esculturas al aire libre: A nuestra izquierda una ecuestre, es el Gran Duque Cosme I de Giambologna. Luego Neptuno, (más tieso y más blanco que el del madrileño Paseo del Prado).

¡Vaya! Pisamos sin querer la placa que avisa que aquí quemaron a Savonarola. Casi no la leemos porque está en latín pero nos quedamos con la fecha: "23 de mayo de 1498". Luego los dominicos le quemarían al Papa herejes valencianos. Así es la Historia. Proseguimos con las esculturas. "Judith y Holofernes" de Donatello, otro "David de Miguel Angel" que nos anima a ver el original en la Academia, "Hércules y Caco" de Bacio Bandinelli. En la "Lonja de la Señoría toda una antología escultórica: "Perseo" de Benvenuto Cellini, "Hércules y el centauro" de Giambologna, "Ayax y Patroclo" de la época romana, "Rapto de Polixena" del siglo XIX, el "Rapto de las Sabinas" de Giambologna,...

Aunque también, esta ciudad de paz, de arte y poesía, no en contadas ocasiones fue sacudida por violentas algaradas entre güelfos y gibelinos, papas y emperadores, magnati contra popolani y aristocracia frente al "popolo grasso". Las poderosas familias de los Abrazzi, los Capponi, los Pazzi, los Pitti, los Strozzi, los Uzzano, y sobre todo los Médicis, encandilaban a los más modestos con la promesa de concederles sus anasiadas libertades, si bien en la práctica perpetuaron una forma de gobierno oligárquica con apariencia democrática. Nada nuevo bajo el sol. Los ricos, como es de suponer, se hicieron aún más ricos en Florencia, si bien esas concentraciones de riqueza en pocas manos facilitó el mecenazgo artístico, la ostentación del poder a base de grandes obras costeadas por los oligarcas. No envidiaremos sus fortunas pero, dócilmente seguimos la tradición florentina de pedir que no nos falte salud, dinero ni amor, según sobamos el morro del jabalí de bronce, en la llamada Logia del Mercado Nuevo o del Porcellino. Y el generoso animalito nos concederá la suerte de visitar la Academia y los Uffizzi.

Miguel Ángel es el astro rey de la Academia, sin demérito de los otros artistas que integran dichoe museo desde que el Gran Duque Pedro Leopoldo de Lorena, lo dotó con una magnífica colección de pinturas. Aunque en sus orígenes fue una academia de dibujantes y pintores, es la escultura, a partir de 1873, año en que se incorporaron las obras de Miguel Ángel, lo que más llamará la atención a lo largo de todo su interesante recorrido. 

De entre las obras del genial artista polifacético (escultor, pintor, poeta y arquitecto) destaca el símbolo de la libertad de Florencia, el David que preside con su colosal presencia la rotonda principal. Paradigma de la estética renacentista, es el “gigante” como fue llamado por los primeros que lo vieron.

Tras la Academia ingresaremos en los Uffizzi con guía local, para no esperar la interminable cola de turistas que eligen entrar por libre. Habla un perfecto español y entenderemos a la primera lo que quiera decirnos. Nos asegura que la Galleria degli Uffizzi es uno de los museos más importantes del mundo, y que además de sus colecciones de obras maestras de todos los tiempos, contiene lo mejor del Quattrocento y del Renacimiento. Supone, que ya es suponer, que conocemos bien a Botticelli, Canaletto, Della Francesca, Caravaggio, Correggio, Fra Angelico, Giotto, Leonardo, Lippi, Mantegna, Miguel Ángel, Rafael, Tintoretto, Ucello y Veronese, además de los no italianos Durero, El Greco, Goya, Morales, Rembrandt, Rubens, Ribera, Van Dick y Velázquez... Y añade a continuación, con un cara plenamente satisfecha, como si los que ha nombrado fuesen más que amigos de ella: “Pues bien damas y caballeros, todos ellos nos van a hacer disfrutar una visita in-ol-vi-da-ble en esta privilegiada Galleria”. 

Sigue la florentina explicando que la entrada al edificio es sólo del siglo XVIII, de cuando el gran duque Pietro Leopoldo mandó construirle un nuevo acceso, más acorde con su creciente importancia internacional. Saludamos pues a la efigie de ese gran duque, y también al busto del Magnífico Lorenzo que también ha tenido el detallazo de estar a darnos su personal bienvenida. Vemos de pasada más estatuas, y hasta sarcófagos romanos y paleocristianos además de otras antigüedades, aunque está claro que aquí (al menos María Rosa y yo)  a lo que hemos venido es a ver las pinturas. 

Pasamos a la sala del Duecento y de Giotto, donde esplende la técnica del temple junto a los fondos de oro. Tablas Duccio di Boninsegna, de Cimabue y de Giotto, padres de la profunda renovación para el arte italiano que supusieron en su tiempo sus tres estilos, cada cual innovando a su manera. Seguimos con las salas del Trecento, el sienés (“La Anunciación” de Simone Martini y “La Presentación en el Templo” de Ambrogio Lorenzetti), y el florentino (Políptico de todos los santos, de Giovanni de Milán, y de autor desconocido la “Vida de Santa Cecilia). Antes del Renacimiento nos aguarda la sala del Gótico Internacional, no sé por qué llamada así cuando sólo vemos obras de artistas de Italia, Gentile da Fabriano, Giovanni di Paolo, Jacopo Bellini, Lorenzo Monaco, que ejemplifican las tendencias del arte italiano de comienzos del Quattrocento… No podía faltar en esta sala Fra Angelico, cuya “Tebaida” nos resulta interesante. Tiene tan poco parecido a sus obras sacras conocidas que, hasta hace poco, había sido atribuida a otro. 

Inspirador de los demás renacimientos europeos, este de Italia auspiciado hasta por los mismísimos papas y demás príncipes, eclesiales y mundanos, es un querer mirar hacia otro lado, hacia las pasadas bellezas y grandezas de la antigüedad, cuando entonces el mundo parecía desmoronárseles tras la caída de Constantinopla. Lo que entendemos por Renacimiento, en realidad es el redescubrimiento, y la imitación de la antigüedad clásica de Grecia y de Roma, tomadas como modelos culturales para todas las manifestaciones del conocimiento humano, no sólo las artes plásticas, aunque estas contribuyeron a extenderlo. Si observamos bien las pinturas de este tiempo, a pesar de la diversidad de temas y de su carácter formal, son también otra expresión del humanismo renacentista, del descubrimiento de que el ser humano es la medida de todas las cosas de este mundo, renovando las bellas artes, como podemos comprobar en la sala de Filippo Lippi, con obras tanto de él como de su hijo Filipino, fruto de las relaciones de este fraile pintor, nada beato sino más bien pecador, con la monja Lucrezia Buti, modelo de alguna de sus madonnas, bellísima en su “Virgen con el Niño y dos ángeles”, una de las supremas joyas de la Galleria, que además de hacernos comprender su amor por tan bella esposa de Cristo, anticipa al mejor Botticelli y hasta los fondos paisajísticos de Leonardo. 

La guía se pone muy solemne para decirnos que “sin demerito de los artistas precedentes, como florentina más que como guía, me permito afirmar que venir a los Uffizzi es venir a ver a Boticcelli. Así que síganme a su sala”. Efectivamente el gran salón con las obras del nombrado custodia algunas de las obras clave del Renacimiento, correspondientes a las últimas décadas del Quattrocento. Entre ellas destacan quince obras de Sandro Botticelli, por supuesto su “Primavera” y el más divulgado de sus cuadros: “El nacimiento de Venus”. Las primeras pinturas paganizantes acordes con el clima cultural de la Florencia anterior a Savonarola, durante el gobierno de Lorenzo el Magnífico. 

Cuando anochece nos despedimos de Florencia admirando su puente viejo sobre el Arno.

… y damos nuestro último y emotivo adiós florentino a nuestro querido Bunelleschi, absorto en admirar como nosotros su magna cúpula del Duomo.

No lloramos al dejar de ver el sol de Florencia porque seguiremos viendo brillantes estrellas... Mañana (en ruta hacia Pavía y Milán) estaremos en Verona, cuna de Catulo y de Vitrubio, marca de Carlomagno, territorio del Sacro Imperio con Otón I, comuna popular, patrimonio de las familias Della Scala y Visconti antes de caer primero en las garras de Venecia y después en las de Austria hasta la unificación italiana, y actualmente nocturno objeto de deseo por causa de los afamados festivales en su coso romano.