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S I R I A

 

 


Viajar a Siria nos resultó algo parecido a viajar a la tierra de nuestros remotos abuelos, sólo que los de Siria mucho más remotos porque fue en el siglo VIII cuando, tras derrotar al último rey godo, comenzaron a poblar de rasgos sirios, nuestro crisol de razas y culturas. En aquel mismo siglo, consolidada la conquista musulmana, se sucedieron oleadas de inmigrantes sirios hacia el Ándalus, para huir de las matanzas que desencadenaron los abasíes cuando destronaron al califa Omeya de Damasco. No es de extrañar que nos resulten familiares algunos rostros que encontramos en nuestro recorrido, aunque no hayamos venido a investigar nuestras raíces familiares, sino a aprender un poco más y a divertirnos aprendiendo. Como por ejemplo que el gran esplendor sirio de entonces se financió en gran parte con el botín de la conquista hispana. Así, sobre los cimientos de parte de un gran templo romano en honor a Júpiter y de la basílica bizantina dedicada a San Juan Bautista, los sirios alzaron su magnífica gran mezquita de Damasco, además de otras notables construcciones que disfrutaremos en nuestro grato recorrido (a veces con atuendos inusuales).

 


Resultó que, durante una de nuestras frecuentes escapadas viajeras, esa vez a Murcia, nos hablaron de la fascinación por Siria del poeta hispanomusulmán Ibn Arabí, contándonos lo de su devota espera de la nueva venida de Jesús (que los creyentes coránicos situaban en el minarete blanco de la citada mezquita damascena).

 

En el primer cuarto del siglo XIII nos dejó escrito: "Jesús fue mi primer Maestro, aquel con quien retorné a Dios. Él tiene para mí un inmenso cuidado y no me olvida en ningún momento. Espero ver el tiempo de su [segundo] descenso, si Dios quiere". Pero resultó que, en una de las guerras fratricidas de los ayyubíes, dicho “minarete de Jesús” fue destruido y el corazón de Ibn Arabí no pudo resistir la noticia, siendo su sepulcro (compartido con su primogénito) lugar de peregrinación siglo tras siglo.

Otra tumba de Damasco que no deja de recibir visitantes es la de Saladino, fundador de la dinastía ayyubí y sultán de Siria, Egipto y Palestina. Vemos en su mausoleo que hay dos sepulcros, y que en el de mármol hay una inscripción que afirma: “Aquí descansan los restos de Saladino, quien liberó a Jerusalén de los infieles”, aunque al parecer este de mármol fue un regalo del káiser Gillermo II que no supuso el traslado al mismo de Saladino, cuyos restos siguen permaneciendo en el sepulcro más antiguo. 

En nuestro circuito sirio nos desplazaremos desde la capital Damasco hasta la otra gran urbe que le disputa el título de ciudad más antigua del mundo, Alepo, pasando por la mítica ciudad de Palmira y la histórica fortaleza llamada Crac de los Caballeros. El guía nos cuenta que el Profeta no quiso entrar en Damasco, limitándose a contemplar su grandiosidad desde lo alto de una montaña. Sus seguidores, ávidos de disfrutar los ansiados placeres damascenos tan cercanos, le miraban expectantes. Mahoma les sonrió condescendiente y les dijo: Nos basta con entrar una sola vez en el Paraíso, y eso será cuando Alá tenga a bien llamarnos a su presencia”. 

Damasco en árabe, Dimashq, significa “la bien regada”, por las aguas que bajan desde el bíblico monte Hermón para nutrir el río Barada y sus siete afluentes, en torno a los cuales surgió hace cuatro milenios la ciudad. Ya había ganado merecida fama, desde que Siria fue provincia romana, cuando Saulo de Tarso se dirigía a ella y obtuvo la revelación que le habría de convertir en san Pablo. Los Omeyas la eligieron para ser la capital religiosa, política, cultural y económica del Islam. Apetecida por los cruzados su prosperidad decayó grandemente por las continuas guerras contra los cristianos. Aunque, cuando terminaron las cruzadas, no volvió a ser dueña de sus destinos hasta 1941, tras siglos de sometimientos a mongoles, mamelucos y turcos. El corazón de tan importante urbe es el territorio sagrado que desde el primer milenio a.C. albergó los templos de las sucesivas religiones, al principio en honor de dioses del Cielo y las Tormentas, desde el arameo Hadad al romano Júpiter pasando por el hitita Teshub. Los bizantinos superpusieron al templo romano la basílica de San Juan Bautista, que a su vez fue transformada por los Omeyas en la Madre de todas las mezquitas, a comienzos del siglo VIII,  a mayor gloria de Alá pero respetando las veneradas reliquias del Bautista que siguen en su grandioso interior. 

En el perímetro de dicho lugar sagrado, junto a la muralla medieval avistamos el monumento ecuestre de Saladino, con justa fama de victorioso guerrero pero también de hombre de paz el cual en 1193, dos semanas antes de morir, había firmado una tregua indefinida con los belicosos cruzados. 

Aquellos caballeros que enmascaraban sus violencias tras el signo de la Cruz fueron la larga pesadilla de las noches sirias, por sus continuas incursiones desde el refugio seguro de sus imponentes fortalezas, como la que visitaremos después de detenernos sin prisas en Palmira… 

Si Damasco fue llamada “la bien regada”, de Palmira, a cientos de kilómetros de los ríos Orontes y Éufrates, con su providencial oasis en medio del desierto, lo que admira es que pudiera convertirse en un emporio. Dicen que sobre todo gracias a una magnífica reina que tuvieron, la famosa Zenobia. Llamada Tadmor en el segundo milenio a.C., el islam respetó su nombre aunque los seleúcidas del siglo III a.C. la comenzaron a llamar Palmira. Tributaria de Roma, Adriano el emperador viajero la concedió el título de urbe libre, lo cual le pareció insuficiente a la extraordinaria Zenobia que tras derrotar a los destacamentos romanos, se autoproclamó reina independiente de Roma. Había estado casada con Odenato, gobernador de la provincia romana de Siria bajo el emperador Valeriano, y siendo como fue una mujer culta que hablaba varios idiomas, al enviudar tomo las riendas del poder desafiando al nuevo emperador, Aureliano, que vino personalmente a Palmira para condenarla a cadena perpetua en una bella prisión digna de ella: la Villa de Adriano en Tivoli.. 

Pese a su importancia estratégica en las rutas comerciales, quizá su situación en los confines del Imperio fue causa de la desatención de los siguientes emperadores tanto occidentales como orientales, y al entrar en ella los árabes se la encontraron ruinosa y semiabandonada.

A nosotros nos impresionaron sobremanera las monumentales construcciones de sus templos milenarios, como el de la triada babilónica Bel-Yarhibol-Aglibol… 

… y las construcciones romanas como este castrum del tiempo de Diocleciano, desde donde divisamos las famosas tumbas visitables en forma de torre... 

… que nosotros irreverentemente usaremos además para tomarnos un respiro del calor exterior.

Desde dicho castrum de Diocleciano se disfruta una completa panorámica de Palmira… 

…y desde allí así mismo, a sus espaldas, se divisa en lo alto  una fortaleza otomana. 

Visitamos prácticamente todos los monumentos más o menos reconocibles y, tan contentos salimos de Palmira, que…


 …aún nos dejó fuelle para parar en el desierto y visitar a una familia beduina que nos ofreció  descansar relajadamente en su espaciosa jaima…
 

La verdad es que nos recibieron tan acogedora y amigablemente que hasta gozosamente intercambiamos antiguas composiciones de Siria y de España, como si volvieran los tiempos del músico Ziryab que orientalizó la lírica hispana de tipo tradicional.


En camino hacia Alepo, también visitamos la imponente fortaleza militar, originariamente llamada Hisn al-Akrad (castillo de los kurdos) mandada levantar por el emir de Alepo, pero reformada tras la conquista cristiana de Tierra Santa y resultar entregada a comienzos del siglo XII por el conde de Trípoli (actual Líbano) a una orden religiosa, fundada con fines benéficos y asistenciales para atender a los peregrinos que viajaban a los Santos Lugares. 


Esta primeramente denominada Orden de Hermanos Hospitalarios de San Juan, se convirtió en una orden de caballería más, la Orden de los Caballeros Hospitalarios, y el antaño "castillo de los kurdos" comenzó a conocerse como “el Crac de los Caballeros”.

Transcurrían los siglos en los que hasta los papas bendecían las cruentas cruzadas, que dejaron por estas tierras su particular versión del amor cristiano, y la sede fortificada de los Hospitalarios fue ganando su aspecto actual... 

 

… con torres defensivas, fosos  y doble amurallamiento que remarcan  su carácter militar…

… no exento de algunas apariencias palaciegas, como las dependencias conocidas como “de la hija del rey”, sin que conste históricamente que aquí estuviera ninguna princesa.

Otra amplia sala es la “capilla de los caballeros” aunque, si es que lo llegó a ser durante su estancia, tras su marcha (el sultán Baybars mandó que fuesen escoltados hasta que llegasen salvos a la Trípoli cristiana), quedaría transformada en mezquita como hace pensar su pétreo nimbar.

Después del Crac, y antes de embarcar en el aeropuerto de Alepo para volver a nuestro día a día habitual en España, tendremos la suerte de visitar en tiempo de paz esta ciudad más poblada de Siria (que disputa a Damasco el título de “urbe más antigua del mundo”), fundada en la falda de una colina central junto a un río, y rodeada de otras ocho colinas. Subimos a una de estas para disfrutar de una amplia vista panorámica, en la que destaca dicha colina central, en la que los ayyubíes ampliaron un castillo edificado sobre ruinas anteriores, dando lugar a la actual grandiosa Ciudadela de Alepo. 

Antes de visitar este icono de Alepo nos adentramos en el casco histórico, comenzando por la gran mezquita, omeya en su origen pero muy reformada por el califa Nur el Din (el famoso Nuredín que repelió las invasiones cruzadas), el cual mandó alzar su altísima torre en tiempos de Saladino.

En el interior de la mezquita, sobre los cimientos de la iglesia bizantina de Santa Elena (según la tradición mandada edificar por la madre del fundador de Constantinopla), el citado Nuredín creó una escuela coránica (madraza o medersa) que ha llegado hasta nuestros días.

Desde la gran Mezquita pasamos a la catedral católica de San Elías, ante la cual se encuentra el monumento a su obispo Germano Farhat, y cuyo sobrio interior nos recuerda al de los templos suizos.

 

Salimos y paseamos un rato por el apacible barrio (de Jdaydeh) donde se encuentra.

De pasada por el Souk, disfrutamos su laboriosa vidilla que nos recordó la de los zocos marroquíes.

Todo lo bueno parece concluir más deprisa que lo malo, y en vano procuramos alargar nuestras últimas horas en Siria recreándonos remolones en nuestra última visita: la Ciudadela de Alepo.

Tantas historias precedentes apenas dejaron espacio en nuestra mente fatigada a lo mucho que nos contaron de tan histórico monumento, residencia de reyes y gobernadores de Alepo desde el imperio neohitita de hace tres mil años, y cambiante a la par de las distintas épocas. La rampa fortificada y la puerta de acceso por las que hemos entrado, fueron construidas bajo el emir El Ghazi del siglo XII, y su variado interior no ha dejado de sufrir destrucciones y reconstrucciones desde entonces. 

Desde el paseo por sus murallas nos señalan en el exterior la cercana mezquita llamada Al Kuhusrufiya, donde se encuentra la tumba (que no pasaremos a visitar) de un hijo de Saladino…

… y, ya más que escuchar, seguimos paseando y admirando esta ciudad militar y palaciega, que tiene varios hammans con cupulitas horadadas para su iluminación natural.

 

Finalmente nos despediremos de la ciudadela y de Alepo en el lujoso salón de las audiencias del palacio real, (sin los deseados divanes en los cuales, de haberlos, hubiésemos apoltronado nuestro cansancio acumulado por tan grato pero intenso recorrido siriaco de Sur a Norte), siendo amablemente invitados a visitarles de nuevo cuando nos apetezca, si las frecuentes guerras nos lo vuelven a permitir.