domingo

 

VALCLUSA

 

Al poco de entrar en el departamento francés de Valclusa avistamos su principal ciudad histórica: Aviñón. Una serie de papas galos que quisieron aquí su corte pontificia y la antigua ciudad bajo medieval, con sus matacanes y almenas y murallas en perfecto estado de conservación, nos alerta de la admirable fortaleza que tuvo aquella urbe llamada por algunos, si bien con su poquito de exageración, altera Roma. Sin penetrar por el momento en su histórico interior, nos afanamos únicamente en llegar antes del anochecer al idílico valle que eligiera Francesco Petrarca para tratar de mitigarse los sufrimientos por su amor imposible, la bellísima Laura de Noves, de la que se enamoró a primera vista un Viernes Santo (día 6 de abril de 1327), en la iglesia del convento aviñonense de Santa Clara (actualmente reducido a escasos vestigios).

 

 

 

Este infortunado, hoy espíritu puro y libre de pesares amatorios, tras conocerla se había limitado en su vida mortal a adorarla en silencio, con lo que no pudo evitar que otro más práctico y menos platónico llamado Hugo, Marqués De Sade, la encarrilara al tálamo nupcial… En estos y otros coloquios, cruzamos el umbral del coqueto pueblecito llamado Fontaine de Vaucluse, sin por ello tener que dejar nuestro tema petrarquista, porque resultó justo en este bellísimo edén del "Midi" francés, siguieron su casto idilio el poeta y su musa.

No obstante, con el decidido propósito de no caer en las muchas tentaciones que aquí retienen a los turistas, y como habíamos dispuesto dedicar la mañana del día siguiente a la cercana Avignon, nos conformamos con un paseíto vespertino junto al río Sorgue, afianzando nuestro propósito de desayunar temprano a la mañana siguiente, para enfilar directamente hacia el Palacio de los Papas, nuestro primer objetivo programado.

 

Dotado de airosas torres almenadas que lo delimitan, dicho palacio nos ofrece su estampa exterior de adusta fortaleza, aunque una vez que penetremos a su interior la majestuosa sencillez de sus estancias, no exentas de bellísimas decoraciones esculpidas y de frescos extraordinariamente conservados, nos llevarán a considerarlo más que castilloun santuario palaciego que nos cautivará gratamente durante nuestro recorrido.

 

Pasamos por la Gran Tesorería, que alojaba los servicios financieros de la Curia Pontificia, próximos a la sala bajo cuyas baldosas se ocultaban las monedas y objetos más valiosos del tesoro papal.

 

El gran Tinel, testigo de pantagruélicos banquetes, modestamente decorado con unas grisallas, y después, cámaras, camarines, el Consistorio, frescos medievales de colores delicados y poético naturalismo.

El claustro, con sus robustos pilares de severos capiteles, donde la mirada se alza buscando el cielo sobre el campanario y la airosa torre, nos recuerda que en 1309, Clemente V había trasladado la sede papal de Roma a Aviñón convirtiendo esta urbe semidesconocida en la capital del mundo católico.

Antes de salir del palacio-fortaleza preguntamos por el lugar donde se produjo el encuentro primigenio, el 6 de abril de 1327, entre el inexperto Petrarca y su Musa, cuando esta era tan sólo una adolescente rubita y prometedora, y nos dirigen hacia el lugar no lejano donde floreció el convento de Santa Clara, que ahora es perfectamente reconocible no tanto por lo que resta de él sino por la clarificadora placa que allí han puesto…

Y allí, en tal sacro lugar para los enamorados de antaño y hogaño, aparece en mis manos el soneto primigenio que compuso a Laura su atolondrado rimador que tuve la desvergüenza de leer y seguidamente criticar, lo cual me supondría un justo castigo…

 

¿En qué parte del cielo y en qué idea

se encontraba el ejemplo en que Natura

tomó el rostro gentil con que procura

que cuanto puede arriba aquí se vea?

 

¿Qué ninfa en fuente, en qué selva una dea,

al aire un oro dio de tal finura?

¿Cuándo un pecho acogió virtud tan pura,

aunque culpable de mi muerte sea?

 

Cegado en su fulgor, en vano mira

quien los ojos no vio que, suavemente,

hacia quien la contempla a veces gira.

 

Y eso fue todo, que Amor inclemente

le dejó sin saber cómo suspira,

ni cómo ríe y habla dulcemente.

 

Como pena imperdonable a mi ignorante opinar (que aquí no reproduzco para evitarme sonrojos), mi inflexible fiscal autoerigida además en magistrada de turno me condenó a que en el imprescriptible plazo de una hora compusiera yo un soneto mejor que el que no me gustaba, con pena sustitutoria caso de dejar de cumplir la principal,  de no poder volver a besarla en lo mucho que restaba de ese largo día valclusano. Así que mentalmente, antes de ponerme a ello, a él le pedí perdón rezando al par a ella para que me inspirase, y en lo que se me enfrió el café rimé sobre una servilleta de papel lo que seguro que Petrarca me dictaba, misericordioso y un punto horrorizado por la cruel alternativa que me esperaba de no entregar en tiempo y forma mi condena…

 

¡No puedo más con este instante eterno!

Pues me siento morir desde que ha sido

su mirarme negado y consentido

que me abrasa, aunque es gloria, como infierno.

 

Esta rosa que ajar querrá el invierno

me clava las espinas de Cupido

con artes tan certeras que ha sabido

herírme, aunque suave, en lo más tierno.

 

¿Qué tormento de amor, qué cruel castigo

es esta sensación más que de cielo

siguiendo, a mi pesar, a ras de tierra?

 

¡No, no es verdad, no siento lo que digo!

Premio es mi mal, deleite el desconsuelo,

luz mi ceguera, y paz su justa guerra.

 

(¡Pedirme a mí un soneto a Laura… Como si faltase alguno en el Cancionero de su enamorado Petrarca!). Bueno… volviendo a mis benefactores que evitaron que me quedase sin besos el resto del día, referiré que después de ese “la miro y no me mira, o al mirarme me ciega y aunque me mire yo no puedo verlo”, dicho queda que el prepotente Hugo de Sade hizo sy esposa a Laura de Noves. Pero esta siguió picoteando el corazón de poeta haciéndole soñar qué sé yo el qué. Con todo Micer Francesco Petrarca llegó a sentirse seguro del amor de su dama, porque esta le confesó querer a su épico marido pero no estar enamorada sino de su lírico poeta. Y el pobre incauto cedió al aparentemente inocente pasatiempo de tan sublime y bella andro-maníaca, consistente en citarle a solas para disfrutar morbosamente de su platónico enamoramiento, escapando después toda feliz y ya precalentada a desahogarse en su oportunísimo “ius in corpus” conyugal con su esposo el marqués. No es de extrañar  que, con tal antepasada, siglos más tarde el tristemente famoso marqués de Sade armara las que cuentan que solía armar.

Diez años llevaba padeciendo a su tormento consentido cuando, justo al comienzo de la Guerra de los Cien Años, el sufrido Francesco dejaría compulsivamente embarazada a la madre de su hijo Giovanni (ella es una de las pobres víctimas de Petrarca, por causa de respetar el vínculo sacramental de la señora de Sade), tras lo cual, como era hombre si no casto sí responsable, se ocupó de adquirir urgentemente casa y huerto en la recoleta Fontaine de Vaucluse para instalar, decentemente y lejos de la pontificia Aviñón, a su inesperada familia clandestina. 

Lo malo fue que Laura le siguió y le persiguió, pudiendo haber dejado de hacerlo, al huerto regado por las aguas de la “fontaine” que da nombre a esta parte de Valclusa, de cuyas profundidades surgió un diabólico varánido hijo acuático del mismísimo Satán, que no se comió a Laura como a la cabra de san Verán, pero la demonizó para que no dejase en paz a su fiel poeta adorador. 

No hay mal que por bien no venga, porque nuestro admirado capellán-poeta, escribió y siguió escribiendo para su tentadora un primer poemario correspondiente a la parte "en  vida de Laura", que integraría en su inmortal "Cancionero". Además, de dejarnos manuscritas, acerca de Laura, algo así como unas confesiones casi agustinianas que intituló "Secreto mío", obra ésta en la que el mismísimo San Agustín se pone a dialogar con el ya dubitativo clérigo sobre las presuntas virtudes de la entrometida Laura, nunca llamada lo que verdaderamente se merecía por no haberle querido dejar ya vivir a gusto y feliz con su primer hijito y con la madre de dicha criatura.

Lo de la cabra engullida por el terrible varano acuático que aterrorizó un tiempo a los vecinos de Valclusa, nos lo contaron nuestros amables hoteleros: Ocurrió que, en un recoveco de la gruta bajo la cual afloraba el río Sorgue, vivía un eremita llamado Verán, que sólo se alimentaba de las hierbas que recogía y de la leche de su cabra. Y el monstruo aquel, quejoso de tener cerca a tan santo varón, creyó que lo espantaría con la faena que le hizo tragándose a su inocente nodriza.

Pero lejos de huir, San Verán se propuso acabar con aquel engendro del averno, y lo consiguió (según otros a fuerza de oraciones) como contaron unos testigos presenciales que vieron como le abrió la panza para sacar viva a su cabra a punto de ser digerida. Y de esa guisa, como un Sansón o Hércules lo recuerdan en un monumento de piedra que muchos visitantes se paran a fotografiar, antes de pasar a ver por dentro la iglesia de Notre Dame (también conocida como de San Verán).

 

También, desaparecido el satánico heraldo, Petrarca se recuperó de su ceguera y comenzó a darse cuenta que la adolescente cinturita de aquella grácil Laura que le flechó en Santa Clara ya no era más que un añorado recuerdo, exhausta la marquesa de tanto parir la estirpe “sadiana” (descendientes franceses de Hugo de Sade, no confundir con “saadyana”, estirpe de Halimah Saadiya, nodriza de Mahoma). Pero, como Petrarca sabía latín y dialogaba con los dioses romanos, se allanó a que le volviese a flechar el revolera de Cupido, y así no abandonó su antiguo vicio de escribir más y mejores sonetos a su idealizada musa, sin querer ver el evidente deterioro que iba dejando en ella el transcurrir del tiempo.

 

Nos informan los descendientes de aquellos vecinos del poeta que mientras Laura departía con su enamorado en el huerto, dentro de la casa  (hoy visitable por propios y extraños) la madre de su hijo Giovanni ponía la mesa y preparaba las viandas para agasajo de la ilustre autoinvitada, a la que tenía por benefactora de su pasmado esposo. Y efectivamente, comprobamos que la petrarcómana Laura aparece repetidamente en el “Canzoniere”, descrita por Petrarca en dicha huerta de la casa, ora sobre la verde hierba, ora haciéndose sombra con sus propios brazos, ora danzando pizpireta en el vergel como una ninfa del cercano río Sorgue, nada más que obteniendo el seguirse entonando antes de volver velocísima al lecho conyugal junto al padre de su numerosa prole.

Lo que no nos dejó claro del todo don Francesco en su inmortal “Cancionero”, fue si lo de si tales visiones y apariciones de su Laura fueron reales o solamente poéticas, que los poetas no son muy fiables en esto de sus enamoramientos, pues tanto les da por ocultarlos como por fantasear sobre ellos, y hasta por inventárselos llegado el caso de tener que rimar y no tener musa de carne y hueso a quien hincar el verso. El caso es que, en determinados momentos de su azarosa biografía secreta leemos que, harto al menos transitoriamente de su amor imposible, se escapaba algunas veces de sus lazos etéreos, suplantándola por otras más tangibles.

A estas pobres consoladoras de sus urgencias, parroquianas de la iglesita de Notre Dame, las tocó menos caldo pero más tajada en el reparto que hizo de sí mismo, pues aunque de esto otro no dejó testimonio literario sabemos, por la citada biografía secreta que Petrarca encargó a su hija Francesca, que Giovanni y ella tuvieron otros hermanos por parte de padre... Y que, el mismo año de la peste aquella de 1348  que se llevó de este mundo a la marquesa de Sade, Petrarca tuvo que huir a uña de caballo por causa de un embarazo no deseado de la hija de un valclusano que le buscaba con malas intenciones.

Cuentan que antes de desaparecer para siempre de este edén del Midi, se despidió mediante hoja manuscrita depositada sobre el altar de la iglesita de Notre Dame-San Verán, pidiendo perdón por sus pecados y anunciando que se iba a arrojar de cabeza, con una piedra de molino atada al cuello, a lo más profundo del abismo de donde surgió el varano y de donde seguía y sigue fluyendo mansamente el caudaloso río Sorgue.

Así que cuando un par de años después nos contaron en Padua que allí cerca, en Arqua, aún vivió y murió el excelso poeta del “Cancionero”, nos convencimos del verdadero significado de los versos aquellos de Antonio Machado:

“Por falta de fantasía

se miente más de la cuenta…

¡también la verdad se inventa!”