jueves

 

MICENAS

 

A vista de Micenas nos da por pensar que todos los seres somos almas similares, que dudamos lo mismo o parecido e ignoramos bastante, aunque creamos cosas diferentes, porque sentimos con las mismas sensaciones el amor y el dolor y la tristeza y la alegría y las ganas de vivir y de soñar. Y si en Irlanda, la segunda gran isla Casitéride hubo naves de Tarsis que llevaron su mineral a Tiro, o si en Micenas las murallas nos recuerdan a las de Hattusa, o si en Mesopotamia, Siria, Egipto, Mohenjo-Daro y más allá, se comenzó a creer que en la muerte no muere el ansia eterna que llevamos dentro... somos del mismo tronco familiar, fuese plantado en Orce o en Atapuerca. Pidamos pues más paz y arqueología, y menos guerra y embrutecimiento. Y si Estrabón afirmó que en Hispania, desde milenios atrás, hacían en verso hasta las leyes, no va a extrañarnos que La Ilíada y La Odisea nos resulten familiares, ni que el divino Ciego igual pudiera ser de aquí o de allá, de Ácragas, Massalia, Troya, Naucrasis o Mainake.

Después de atravesar el canal artificial comenzado en los tiempos de Nerón y concluido en el siglo de Suez y Panamá, hemos venido desde Corinto hasta Micenas, a ver la “Tumba del tesoro de Atreo”, la “Polis amurallada”, la “Puerta de los leones” y el “Círculo de tumbas pre-átridas”, además de su museo, breve muestra de una civilización emparentada con la de Cnossos de Creta, pero también relacionada de algún modo aún no estudiado suficientemente con los hititas, los egipcios y los tartesios. La guía nos dice que ciertamente hubo intercambios comerciales y también tecnológicos entre micenios y otros pueblos del Mediterráneo y de Asia Menor. Ahora resuenan en nuestros oídos los versos de aquel ciego visionario que preservó el pasado aunque afirmaba que hay que dejarlo estar: “Dejemos al pasado ser pasado”. Vivamos el presente pues, querido Homero, pero tan cerca de Micenas evocar el ayer no es tan extemporaneo (ni tampoco poner en verso castellano tu Iliada que es de todos…)

Cantaste Homero, la funesta cólera

del Pélida, Aquileo, contra el Átrida

pues este le sustrajo torpemente

a su Briseida de hermosas mejillas

que él obtuviera por botín de guerra.

Previamente entablaron gran disputa

el padre de Ifigenia, Agamenón,

el más cruel rey de los hombres,

y el más soberbio de sus capitanes

hijo de Tetis y Peleo, siendo causa

la muy dulce Criseida, hija de Crises.

(…)

Ya sé, ya sé, disculpadme nuevamente, ya sé que debo contener mi cháchara y poner fotos. Pero... ¡da un gusto sentirse una especie de Homero estando ya a la vista de Micenas! Entusiasta de Homero fue Sofía, la esposa griega que acompañó a Schliemann en su sueño de hallar la mítica Micenas, sobre todo la tumba del feroz Agamenón, el que ultrajara al héroe Aquileo. La tumba del tesoro que encontró aquel matrimonio de “aficionados arqueólogos” no iba a ser la del que buscaban, ni la de Atreo, ni siquiera la de Orestes o la de Clitemnestra, sino de un rey o un rico de Micenas, más antiguo que aquellos, y de rotundas concordancias en riqueza e importancia artística con el tesoro del tiempo tartésico que se encontró en El Carambolo.

La vieja Hispania, tanto o más que Grecia, naves de Tarsis de alta proa, naves de tiempos en que Grecia arcaica era tinieblas y en Egipto reinaba aquel “hereje” llamado Akhenatón, el que negó que hubiera tantos dioses y predicó el monoteísmo antes que nadie. Pero ya estamos en Micenas, cálmate corazón no te salgas del pecho.

Prudentemente nuestra guía evita infartos pasándonos antes a ver en el museíto la maqueta y algunas copias del tesoro encontrado por Schliemann, que custodia el Arqueológico de Atenas, antes de la auténtica puerta inmortal de los leones (la que hay quien dice que es que representan a los dos hijos del histórico Atreo, Agamenón y Menelao, los más feroces en la destrucción de Troya). Esta fue acceso principal de la polis amurallada, que tiene otras dos puertas pero no tan monumentales. ¡Qué maravilla! De verdad, no hay sensación que pueda compararse al estar ya tocando, por dentro y por fuera, este gran marco donde habría una puerta de madera y bronce de la que ya no queda ni el recuerdo.

Seguidamente, como amalteos fuera de su gruta, como cabras trepamos los riscos de lo que fue la rampa hacia el antiguo megarón, parte más encumbrada y noble de esta acrópolis, que al parecer fue ampliándose de arriba hacia abajo, hasta cerrarse con esas murallas que acabamos de cruzar. Con ser ciclópeas siendo atribuidas a los seres anteriores a esta civilización, en realidad no son la construcción más primitiva de la Acromicenas, ni muchísimo menos, que hubo aquí un castro prehistórico como los que abundaron en terreno hispánico, y alrededor de aquel ya fue creciendo el poblachón micénico varios siglos después.

Estamos muy a gusto aquí, porque aquí se conservan muchos rasgos familiares de nuestros más remotos pueblos prerromanos, al igual que los hemos encontrado en los museos y en los restos de las ciclópeas fortalezas de Anatolia. Los mitos, ya se sabe, sustituyen a la verdad cuando esta se ha olvidado o no se conoció, que el ser humano inventa explicaciones para cubrir lagunas de su mente. Así surgieron esos mitos griegos que nos fascinan todavía, leyendas parecidas en su origen a las de los demás pueblos mediterráneos que adoraban el sol, la luna, el toro y otros animales totémicos, y los fenómenos de la naturaleza, relacionándose con tan arcaicos dioses para sentirse más a gusto en este mundo hostil y misterioso que nadie ha conseguido todavía hacerle amigo nuestro y entendible.

Para acercarlos a la especie humana, los griegos dotaron a sus dioses del don de la palabra, de la reproducción, de hábitos parecidos a los nuestros, capaces de hacer bien y de hacer mal, e imaginaron mentiras piadosas que ayudaron (y ayudan todavía) a conllevar las crudas realidades de la vida y de la muerte. Creyendo tanto en su propia invención, llegaron a dudar de sus propios valores, atribuyéndolos sin más a unción divina. Y así pensaron que la acrópolis micénica, más que del mucho esfuerzo colectivo y buen oficio de algunos canteros, había sido la colosal obra de Perseo y los cíclopes, que este es un mito de los muchos que nos cuenta la guía acerca de la Argólida.

Como cuando los hijos de Atreo se enamoraron de dos lindas hermanas, Clitemnestra y Helena, hijas de Leda, cuya madre se acostó en la misma noche tanto con su marido el rey de Esparta, Tindareo, como con Zeus el rey del Olimpo. Nació primero una niña, Clitemnestra, que era hija de Tindareo, y luego otra niña, Helena, que era hija Zeus. Cuando Clitemnestra ya estaba casada despertó los deseos del bestiajo Agamenón, al que no se le ocurrió otra que asesinar a su rival para quedarse con ella. Su melliza, la hija de Zeus llegó a ser tan hermosa que de ella se enamoraban todos, incluso de oídas, sin necesidad de haberla visto. Así su fama llegó a oídos del troyano Paris, el sobornado por Afrodita para elegirla como la diosa más bella a cambio que esta le consiguiese el amor de la más bella hija de Zeus. (Pretexto suficiente para que el chalado de antes vuelva a poner en rengloncitos cortos la que se armó por tal cohecho).

De los jardines donde el sol poniente

funde al morir las manzanas de oro,

arranca Éride inocente poma

con la que trama suscitar discordia

entre los inmortales del Olimpo.

No fue invitada por su amiga Tetis

que se casaba con el buen Peleo,

pero ella apareció en pleno banquete

y , en vez de algún presente para Tetis,

dejó en la mesa la infausta manzana,

diciendo sólo: “¡Para la más bella!”

¡Y allí se armó! De esas cuatro palabras

dedujeron tres diosas que era suya

la manzana en cuestión, no por el oro

sino por ser el premio a su hermosura.

Hera, Atenea y Afrodita, alzaron

su voz hasta que el mismo Zeus Crónida

las hiciese callar, dejando el juicio

al pastor Paris, juez que fue aceptado.

Dicen que al sobornarle con Helena,

Paris nombró a Afrodita la más bella

y el juicio concluyó... ¡Después fue Troya!


Seguramente, la imaginación de los griegos primitivos no debió ser muy diferente de aquellas inventivas de otros pueblos que desde siempre se han interrogado acerca del origen y el sentido de la vida y de la muerte, y de tantos sucesos como ocurren a nuestro alrededor, guerras, ciclones, terremotos, tormentas, rayos, epidemias, naufragios tanto de mar como de tierra adentro... Pero el mérito griego y el de sus poetas, e historiadores, consiste en componer y preservarnos todo lo que se imaginaron, lo más positivamente posible, animándonos a tirar hacia adelante en cualquier circunstancia propicia o adversa.

La gran tumba de Atreo, en una cripta en cúpula, primero construida y luego recubierta con una colina artificial, es una de las joyas de Micenas, aunque no tan singular como la puerta de los dos leones, porque en estos contornos existen otras tumbas similares. Nos explica la guía que este túmulo mortuorio es el monumento mejor conservado de los de tan remota antigüedad, después de las pirámides de Giza. Construido en un tiempo que los griegos aún no tenían colonias costeras ni fluviales en Egipto, es muy probable suponer que esta influencia les llegaría también de Anatolia, como el hierro y las pesadas fortalezas. Su construcción, sin ser igual, es parecida a la de ciertos túmulos de Asia Menor, donde los arqueólogos aún tienen mucho que encontrar si les dejan en paz los que no paran de hacer guerras por allí.

Mesopotamia fue foco de irradiación y de intercambios mutuos con la vieja Europa, sobre todo con Creta y con las tres penínsulas, Ática, Itálica e Ibérica. Cretenses, árgivos, etruscos y tartesios surcaron sin cesar el que sería después llamado Mare Nostrum por los romanos, los sucesores por las armas de los restos de hegemonía helenística, solapada con la púnica y la faraónica, cuando ya nadie recordaba el milenario influjo de sumerios, asirios, babilonios, hititas y tartesios, salvo por pocas citas muchas veces confusas de los libros hebreos. Aquella Tarsis bíblica, de legendarias naves, quedaría arrasada por Cartago salvo en su red viaria por la que aún se siguieron transportando durante siglos los minerales de sus minas milenarias, hasta que los romanos repararon y ampliaron dicha red haciéndola calzadas que aún conducen a Roma. Pero en España, los más restos de antiguos santuarios, de fortalezas y palacios, y de túmulos arcaicos parecidos a estos que vemos en Micenas, aún esperan que alguien los desentierre.

Antes de visitar la monumental cripta de Atreo, impresionantemente desnuda de cualquier adorno, lo que le da un carácter funerario bastante más sobrio y elocuente que algunos otros mausoleos teatrales, la guía nos hizo fijarnos en el prodromos, o corredor de entrada, para que apreciásemos que la misma perfecta ejecución que veríamos dentro de la tumba propiamente dicha se anuncia en las piedras precedentes, cortadas y ensambladas con notable maestría. María Rosa está muy feliz, aunque no me responda a mi pregunta (¿Estás contenta?) porque se ha quedado sin habla. Y es que estar en Micenas ciertamente impresiona de lo lindo. Su verdad después de tantos siglos, ya más de tres milenios de creer en la vida y en la muerte, permanece imperturbable, frente a tanta mudanza y tanto olvido.