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DELFOS

 

Llegamos a Delfos, cuando el rubor de la Aurora (hermanastra predilecta de Febo Apolo), me traslucía su estupor al comprobar que yo anotaba todo, en lugar de admirarla como espera ella de cualquier viajero enamorado de la vida. Escribir es no disfrutar sin más, como turista, lo que se escribe. Mejor pues gozar con los cinco sentidos cualquier instante irrepetible, aunque peor pero aceptable nos resulte arrebatarlo por escrito o fotografiándolo, para seguir gozando de él después. Esto que es y enseguida no es, que lo tenemos y ya no lo tenemos, merece seis sentidos, no sólo los cinco corporales, que hay que poner también el alma en el vivir. Todo fluye, y se escapa de nosotros después de acariciarnos y morir. Demos gracias a Dios, o cada cual a quien prefiera dárselas, a quien le dio la vida y aún se la mantiene, llámese Madre o Padre terrenal o celestial, porque vivir un día más, una mañana más radiante y sonrosada como esta es un regalo que hemos de agradecer a quien nos creó.

Delfos es impresionantemente bello. No sabré describirlo ni lo voy a intentar pues lo mejor es que pudieseis acercaros a disfrutarlo en vivo y sin intermediarios. Está casi en la cumbre del monte Parnaso y forma una atalaya con unas vistas que parecen de verdad cosa de dioses, un panorama único sobre una alfombra bordada de olivos que llegan hasta el mar (el olivar de Anfissa). Lugar privilegiado y de enorme importancia en la historia de Grecia, Delfos tuvo también, como los seres vivos, su después y su antes, y sus muchos antes del antes, cuando una hermana preolímpica de Zeus vivía aquí con su animal de compañía (la serpiente Pitón), y vino su sobrino Apolo a visitarla y la mató el animalito.

Estamos realmente en Delfos, que de siempre ha sido un poco como nosotros mismos, que nos creemos el ombligo del mundo, y este lugar, siendo una maravilla, se lo cree más, pues fue el lugar donde cayó algún meteorito, según los griegos una señal divina, piedra mandada desde el cielo por el Crónida, según hizo creer el Flechador Apolo, que era un emprendedor y un lince, imaginando el negocio que sería montarse aquí un oráculo y, sin pensar en su tía Temis, mató el bicho que le estorbaba para el plan, enviándola a ella al Olimpo, para él quedarse a vivir allí a sus anchas la Sibila, (aunque a esta la cambió por otra cuando dejó de parecerle suficientemente atractiva).

Aunque no fuesen siempre la misma, a las sibilas de turno que usó y tiró, el más apolíneo de los dioses las llamó indistintamente “Pitonisa” (por contentar, supongo, a Temis, su tía soltera, y que le nombrase heredero de sus bienes), en memoria del bicho aquel de Temis, que era temible, casi casi lo mismito que un dragón. Pero con aquella primera contratada en precario, Apolo tuvo otras fieles trabajadoras con contrato indefinido aunque a tiempo parcial, combinación interesada para exprimirlas a bajo coste. Las Nueve Musas, que no como otras que le calaron pronto y no le soportaban mucho tiempo, siempre le estaban disponibles las muy tontas.

Que fue verdad que se corrieron las voces de que era un egoísta, y este Apolo, dios guapo y brillante, tan hijo de papá (Zeus) terminó ligando menos que un pobre en la Bolsa… Varias ninfas le dieron calabazas, y Dafne, prefirió ser laurel a ceder a su acoso, Clitia le traicionó (él se vengó convirtiéndola en heliotropo), Castalia le rehuyó (a ésta la transformó en la fuente de ese mismo nombre), a la hija de Erecteo la tuvo que violar para ser padre de Ión, y en lo demás, ya digo, menos la primera pitonisa y esas nueve santas que fueron las Musas, nadie le hacía demasiado caso. Ni logró tener buen rollo cuando cambió de género y los chicos tampoco le cuajaron, Cipariso y Jacinto tuvieron mal final; así que se achantó sus fuegos cuanto pudo y se quedó a vivir aquí, entre estos peñascos, donde inspiró a sus pelotilleros griegos para que le hiciesen un gran templo con mucho culto aparejado.

Antes de ver el gran recinto arqueológico pasamos al museo para ver al Auriga, o cochero de bronce, que no es tan bello como el amante de Adriano, Antinoo, también expuesto allí en un fino desnudo, a diferencia del Auriga que nos lo representan con un quitón talar de bronce. Este famoso cochero fue primorosamente acabado por un broncista de Regio Calabria (en la llamada “Magna Grecia”), llamado Pitágoras al igual que el famoso matemático. Todo ello indica que a finales del siglo –V, una de dos, o hacía frío en los veranos o el puritanismo hipocritón se había hecho ya con el poder en Grecia y sus colonias extranjeras, porque vestido de esta guisa más nos parece un fraile descalzo en manga corta y sin capucha, que un auriga de pro, de los que describía Pausanias.

Saciada nuestra curiosidad sobre el Auriga, damos una vuelta rápida por el museo, impacientes por bajar desde el otro lado de la carretera hacia el recinto de Atenea Pronea para ver su famoso Tolo.

La diosa de este templo derruido era hija de la titánida Metis (la Minerva romana), la más sabia del universo y que a su vez era hija de Océano y de Tetis. Atenea, protectora de Atenas y diosa pacificadora de conflictos (simbolizada por el olivo) no obstante nació profiriendo gritos de guerra, de la cabeza de su padre Zeus, que se había tragado a Metis porque le profetizaron que un descendiente de ésta sería rey y, como entonces el único reino que existía era el suyo del Olimpo, creyó el ladrón que su nieto sería de su condición, y temió ser destronado. Pero, pese a las cautelas de Zeus, Metis parió dentro de él y le causó tantos dolores de cabeza que se la hizo abrir para dar suelta a la recién nacida, Atenea, con vocación de virgen (Párthenos), pero bellísima hasta el punto de ser una de las tres deidades más apetecibles que optaron a la manzana de la discordia.

En la guerra de Troya estuvo a punto de ser violada por el brutísimo Ares, pero logró vencerle como diosa de la estrategia bélica que triunfa en legítima defensa. Zeus tomó partido por su hija recriminando al también hijo suyo, y de Hera: “Ningún dios me da tanta guerra como tú, que sólo quieres pleitos, destrucción y violencia. Has heredado de tu inflexible madre la insufrible necedad”. (¡Pachasco que su padre reconociera que en lo malo se parecía a él!).

Con ocasión de combatir a Ares ante Troya, Atenea bajó a templar sus armas en la fragua de Hefestos, el marido de Afrodita, que al verla también se la abalanzó tratando de consumar con ella sus deseos eróticos. Aunque no lo consiguió le faltó tan poco que la diosa tuvo que limpiarse el semen que el herrero derramara entre sus muslos, pero con tanto asco no tomó precauciones y así el germen del odioso intento de violación llegó a hacerse viable en otro útero materno (el de la Tierra) dando como fruto a Erictonio (al que Atenea hizo rey de los atenienses).

Un himno homérico la canta a gusto del gran público como “diosa más pura, que evita el tálamo nupcial y en su sabiduría permanece inviolada ante el ímpetu erótico de los que la desearon”. Pero en este lugar de Delfos, al pie del santuario del Oráculo, Atenea tan sólo es un complemento protector de Apolo, lo que se dice una vela a un santo y otra a otro, para que ambos se conciten a favor y ninguno en contra, protegiendo al alimón los Juegos Píticos que fueron casi tan famosos como los de la antigua Olimpia. Estas justas deportivas incluían las artes de las musas, sobre todo la música, la danza, la poesía y el teatro (aunque tan cerca del Oráculo no interesaban artes escénicas sino cuantiosas ofrendas), antes del plato fuerte con juegos parecidos a los de Olimpia en un estadio no tan grandioso pero suficientemente digno.

Junto a Atenea Pronea, estaban (y aún podemos pasear entre sus ruinas) la palestra, el gimnasio y los tesoros de algunas ciudades como Masalia (la actual Marsella), y junto a Apolo, por encima del santuario y del oráculo, están primero el gran teatro y más arriba, casi ya en la cumbre, un conservado estadio, sin gradas en la parte que da vista al templo, para que los fieles espectadores no se olvidaran de que aquel no era tan sólo un lugar deportivo sino más bien sagrado... y un punto recaudatorio, ya que en la vecina ciudad de Crisa había montado una especie de “ministerio de Hacienda” que administraba la recaudación de ofrendas del santuario délfico. Nos sentaremos un buen rato para descansar antes de bajar al templo (detrás de nuestro asiento) reconociendo que Delfos, aunque se encuentra en ruinas, tiene ese místico no sé qué que deja balbuciendo cuando se intenta describirlo. Santa Teresa o San Juan de la Cruz conseguirían expresarlo muchísimo mejor, yo me limito a admirar y suspirar con melancolía frente a tanta belleza del ayer fugaz.