lunes

 TARRAGONA ( I )


Hay varias ciudades imperiales en España, aunque sólo suele reconocerse a Toledo como tal, al igual que tenemos a España por madre de las naciones latinas a veces obviando que fue Roma el origen de nuestra latinidad. Sabemos que el emperador romano Augusto dividió la Península Ibérica en tres territorios, dos de ellos imperiales y el tercero senatorial (la Bética), y que dos ciudades imperiales fueron cabeceras de sendos territorios augusteos, la Tarraconense o Citerior, con capital en Tarraco, y la Lusitania, con capital en Augusta Emerita. Pues bien, en esta ocasión nos propusimos visitar Tarraco y su entorno y, desde el romano arco de Bará enfilamos en busca de Tarraco, dándonos la bienvenida un precioso “Castell” de Tarragona.

Aunque, hechos a la idea de visitar algo menos actual y más romano, no nos detendremos de momento y seguiremos conduciendo…

Hasta que un cartel informativo nos alerta que ya estamos en la zona romana en proceso de recuperación. Así que aparcamos para adentrarnos en ella.

Como los presuntos romanos no están a la vista, nos atrevemos a curiosear por nuestra cuenta a riesgo de no saber a ciencia cierta qué nos iremos a encontrar.

Y afortunadamente nos informan que Tarragona está insertada sin solución de continuidad en la histórica Tarraco, por lo cual nos encontraremos vestigios de esta en toda la ciudad próxima al mar.

Así que proseguimos paseando y atrapando huellas romanas, casi a cada paso.

 

Entonces decidimos ilustrarnos, y qué mejor que intentar hacerlo visitando el Museo Arqueológico de Tarragona…




…donde nos recomiendan acercarnos al anfiteatro de Tarraco, el cual por sus monumentales dimensiones no entraba en esta magna exposición de piezas sueltas.

Y como desde él ya divisamos el precioso “Mare Nostrum”, costa adelante y playa va playa viene, nos plantamos en la letra de un verso de Serrat: entre Salou y Cambrils…

… que nos parece un magnífico lugar para nuestra base de sucesivos turisteos.


Nuestra manía de viajar a tiempos pasados, comienza en una masía del mismo Salou.



Desde allí nos retrotrasladamos a la ciudad natal del laborioso artistazo que fue Gaudí

Y, además de visitar la catedral de Reus, fisgamos el taller de creación de Don Antoni...

... que nos movió a remontarnos a aquel siglo XII que a él le inspiró su templo con neogoticismos modernistas inimitables.

Resultó allá por 1140, que bajo el llamado emperador hispánico Alfonso VII se fundó el monasterio cisterciense de Fitero (al que iremos en nuestro viaje a Navarra)…

… primero de la serie que los monjes blancos ocuparían en los reinos peninsulares. Con la reina Petronila I de Aragón, casada con Ramón Berenguer IV de Barcelona, el Císter entra en Cataluña fundando Santa María de Santes Creus…

… y después que Jaime I el Conquistador ocupara el fértil valle valenciano que los hispanomusulmanes llamaron Alfandec, pasó por allí su nieto Jaime II acompañado por el abad de Santes Creus, Fra Bononat de Vilaseca, que le dijo al rey: “Vall digna per un monestir de nostra religió!”, el cual asintió con la cabeza repitiendo: “Vall digna”. Pretexto aprovechado por el avispado abad para fundar en dicho valle otro monasterio bajo la protección de Santa María (Diploma de fecha 15 de Marzo de 1298), que también visitaremos cuando vayamos a Valencia.

Pero volviendo al pueblo de Santes Creus, en el término municipal de Aiguamurcia de Tarragona, allí nos contaron que la copia de manuscritos ricamente iluminados y la redacción de documentos en estos monasterios cistercienses, entre otros trabajos, quehacer habitual de sus monjes, y que Bernardo de Claraval les dictó severas normas sobre esta actividad, consistentes en la reducción de los colores, la limitación de la ornamentación a las letras capitales y la supresión de los elementos figurativos, sencillez que no resta belleza como podremos comprobar, en sus códices…

… y en las arquitecturas, esculturas y vidrieras del monasterio de Santes Creus que nos encantó.

 





Contrasta la majestuosidad del sepulcro de Pedro III de Aragón, con la sencilla fosa del guerrero Roger de Lauria a los pies de su rey.

Son de admirar también en Santes Creus sus luminosos y artísticos vitrales.

Tras lo cual volvemos a Salou para pernoctar y tomar fuerzas para seguir conociendo seguidamente, un poco más en profundidad, los tesoros arqueológicos y monumentales de Tarragona capital y de su entorno provincial.

jueves

 SUIZA ( II )

 

Al otro lado del tremendo espacio que hay entre las montañas, las moles somnolientas de aparentes volcanes, humeantes de brumas y de nieve, dejan correr torrentes de su inofensa lava resuelta y cantarina, derretida en riachuelos verticales donde beben sus húmedos verdores los prados infinitos. ¡Y qué olor! Tiene el aire la frescura inocente, el desenfado de las brisas que han robado el perfume a millares y millares de abetos y florecillas sin nombre. Qué júbilo divisar Gruyeres como una portada de cuento de hadas enmarcado entre nieves y verdores.

Llegamos a la villa medieval rodeada de murallas sobre las que destaca enhiesto su castillo, desde el que señorearon los diecinueve condes de Gruyeres durante cinco siglos. A sus siervos se debe ese celebrado milagro de la gastronomía universal, a base de leche y hierbas aromáticas, que los gourmets de todo el mundo no se han cansado de celebrar y de recomendar. El “Gruyère” auténtico es un queso de leche de vaca con un color uniforme pardusco y limpio, como un amarillo marfil, que posee  un suave sabor dulce parecido a la nuez y que, al igual que la mayoría de los quesos suizos, por dentro está llenito de pequeños agujeros.

Entramos al "museo del queso"  donde nos explican que, en una gran caldera de cobre, se quema la palidez sagrada de la leche de vaca, cruda y sin pasteurizar. Después se agrega una enzima que llaman “cuajo líquido”, que ayuda a crear la cuajada, la cual después de reposar, se debe cortar en pedazos pequeños para liberar el líquido sobrante que se conoce como suero de leche. Luego caientan las cuajadas y se presionan en moldes, sometidos a un proceso de salmuera (durante los primeros diez días, los quesos se voltean y se frotan a diario con una mezcla de sal y agua). 

Esta técnica es aplicada a primeramente a razón de dos veces por semana durante tres meses, y a continuación una vez por semana por dos meses más. Posteriormente, el queso se mueve de manera pausada y se fermenta con el cuajo añadido, hasta adensarse en una masa sólida y maleable que finísimos hilos acerados cortan y cortan en pequeños grumos. El maestro quesero determina, cuando la consistencia de esos grumos es la adecuada en el suero pastoso, que es tiempo de ir vertiéndolos en moldes donde enormes presiones eliminan el componente acuoso y se conforma la redondez del queso. Seguidamente, aunque no sólo de queso viven ni el hombre ni la mujer, nos invitan a probar el resultado.

Y después lo vamos digeriendo muy a gusto caminando hacia sus murallas.

Adelantamos a alguien mínima y amable que nos saluda con su “bonsoir”. Entrañable anciana con hábito y muletas que dejaremos atrás con aprensión de verla sola en las penumbras del anochecer.  

 

Cuando volvemos a Berna ya es de noche y es como si despertásemos de un bello sueño que se nos ha hecho realidad (nos lo prueba el sabor agradable de la visita a Gruyeres que permanece en nuestras almas y en nuestros paladares), pero para seguir soñando antes de irnos a dormir, nos hemos dado prisa para llegar a tiempo cuatro minutos antes de la siguiente hora en punto, y así poder disfrutar el momento mágico en que las figuras medievales de la Torre del Reloj (Zytglogge) comienzan a aparecer…

… junto con osos bailarines, un simpático bufón y un estridente gallo que anuncia el inminente cambio de las agujas. Suena la campana que anuncia a Cronos, dios del tiempo con su reloj de arena, y cuando este se oculta canta otra vez el gallo y se acaba la función hasta dentro de otra hora. 

Ambas fachadas de la torre contienen importantes relojes, y como amanece una mañana espléndida y nos gustó la función regresamos de día a volverla a disfrutar.  

La parte occidental indica el zodiaco además de la hora los días de la semana, y el reloj oriental tiene números romanos en dorado sobre fondo negro. Y, si no exagera la leyenda urbana, ambos relojes y el continuo trasiego de tranvías y trolebuses inspiraron a Einstein cuando vivía al lado de esta torre… ¡Sólo Dios sabe qué puede ocurrir dentro de la mente de un genio!

Aparte de la torre destacan las fuentes que adornan esta y otras calles porticadas…

… en esta se homenajea al fundador de Berna, Berchtold von Zähringen, y en ella aparece el oso icónico de la ciudad, con armadura y con un osezno a sus pies.

Brunnen en alemán significa fuente, y hay algunas muy curiosas como esta del ogro comeniños (en alemán “Klindlifresserbrunnen”), del siglo XVI, en la que efectivamente un ogro  efectivamente se está comiendo a un niño y tiene otros más para lo mismo.

Esta otra del gaitero que no es tan truculenta, y es también del siglo XVI. Fue esculpida por el renacentista suizo Hans Gieng.

La siguiente foto retrata a la Justicia, y delante de ella a mi injusta que juzga un tostón lo extenso de mis textos viajeros, y recomienda que más bien se vean las imágenes que son las que evocan mejor los lugares recorridos.

 

Y esta otra fuente, también del siglo XVI, representa a Moisés llevando las tablas de la ley. Está situada en la Münsterplatz, frente a la Berner Münster (catedral de Berna).

La portada es preciosa pero más lo es mi guapísima mujer (sobre todo viajando)

Moisés es testigo de que lo he dicho de corazón. 

Callejeamos Berna que tiene una gran variedad de tiendas y galerías de arte, y hasta los sótanos que antaño servían para almacenar carbón los han reconvertido en locales comerciales…

 

pudiendo bajar a ellos através de sus tumbadas puertas.

Como muestra de que Suiza no es tan diferente del resto del mundo, encontramos pintadas en su mismísimo ayuntamiento (disculpad si al traducir veis que dice algo ofensivo).

Los osos son el signo distintivo y emblemático de Berna. Ha habido osos en la ciudad desde principios del siglo XVI (y ahora hay también un español haciendo el oso, menos mal que han abierto las verjas de la catedral y, en su interior, la vidriera con el triunfo de la muerte le ha vuelto a la formalidad).

Los vitrales son lo más alegre del adusto interior exento de barroquismos.

Aunque en el exterior ríe la vida en estanque de los osos… y en las casitas junto al río Aare. Berna ciertamente enamora al visitante, que quisiera quedarse un poco más.

 No me digáis que no está… ¡para comérsela! Pero tenemos que decirla adiós.

 

A la mañana siguiente enfilaremos a Lucerna, por las carreteras cantonales para poder volver a disfrutar los pueblecitos de cuento suizo, todavía en nuestras retinas las inolvidables imágenes de la llegada a Gruyères. Nos conformaremos con las alturas del Pilatus y el Bürgenstock, ya curados de espanto del gigantismo alpino pero sin perder nuestra capacidad de seguir enamorados de la belleza hecha país.

El Bürgenstock es la montaña que emerge en medio del lago de Lucerna, también llamado de los Cuatro Cantones, que nos evocan a Gillermo Tell.

Los cuatro idiomas suizos nos dan idea de la rica diversidad de este pequeño país, que naturalmente también profesa diferentes credos según hemos podido comprobar al visitar sus templos. De entre éstos, con ocasión de nuestro recorrido por Lucerna, nos impresionó sobremanera el conjunto formado por su catedral y el sereno camposanto que la circunda. Pero antes paseamos Lucerna, que es lo bastante pequeña para recorrerla sin llegar al agotamiento, y tan linda que dan ganas de quedarse en cualquiera de sus preciosos rincones.

Buscaremos y hallaremos río adentro su famoso puente de madera (Kapellbrücke) que han restaurado magníficamente tras haberse incendiado no hace mucho.


Llegamos a la catedral de San Leodegario. Nos explican que unos benedictinos alsacianos fundaron un primitivo “Monasterium Luciaria” en la segunda mitad del siglo VIII, junto a las contadas chozas de los pescadores del lago (embrión de la actual Lucerna), y que el papa Calixto III en 1455 otorgó la confirmación catedralicia de la iglesia monacal, dedicándola a San Leger (Leodegario). De entonces son sus dos esbeltas torres góticas rematadas por las afiladas agujas que hienden las alturas, y que prácticamente fueron lo único que se salvó del destructivo incendio que sufrió el conjunto catedralicio a comienzos del siglo XVII. El arquitecto de los jesuitas, Jakob Kurrer, concibió la remodelación del templo como una armoniosa transición del gótico al barroco, estilo éste emergente al que sacrificó los restos románicos y góticos de las edificaciones preexistentes, y el nuncio papal Ranutius Scotti pudo bendecir la obra concluida en 1644. El proyecto original de Kurrer comprendía una tercera torre intermedia, sobre el pórtico principal, que no escuchamos bien si es que se llegó a construir siquiera. Lo cierto es que actualmente, entre las dos esbeltas lanzas de sus torres, hay un frontispicio con  un reloj que nos recuerda estar en el país de los relojeros.

El camposanto anejo a la catedral, con espaciosos corredores porticados y arquerías de medio punto, está adornado con arte funerario. En sus tumbas sólo alcanzamos a leer incripciones de hasta el 1715, con nombres seguramente famosos pero lamentablemente desconocidos para nosotros.

Desde la fascinante catedral con sus dos torres afiladas como lanzas de la guardia suiza nos fuimos a ver el monumento a su memoria tallado en la viva roca. En las luchas de 1315, cuando los artesanos y campesinos helvéticos derrotaron al ejército imperial de los Habsburgo, no sólo se forjó la leyenda del arquero Tell, sino que se desató el mito de la fiereza e imbatibilidad de los suizos. Aprovechando esa fama, la joven nación se dedicó a colocar a sus “invencibles” como cotizados mercenarios bajo las banderas de sus recientes enemigos. Y comenzó el flujo de dinero, botines y soldadas, hacia la segura hucha familiar. Así se formó la guardia suiza y se fortaleció a la vez la banca nacional. Luis XVI los contrató para que le defendieran del pueblo parisino, y este apresaría al rey pasando antes, en el verano de 1792, por encima de los cadáveres de los guardias que le protegían. De ahí viene la dramática alegoría del león suizo.

Decir que todo nos ha gustado Lucerna es simplificar demasiado nuestras emociones. Y eso que se nos dejamos mucho sin ver. Y otro mucho lo vimos desde lejos, como por ejemplo, desde uno de los puentes sobre el río Reuss, la interesante iglesia de los jesuitas.

Aquel fue, de verdad, un día mágico. Pero no sería el único. Y es que Suiza se encuentra en el corazón de la vieja Europa, y es una agradable mezcla de todas las bellezas europeas. Seguiremos visitándola, y aunque añoremos las luces de Lucerna, las lágrimas no nos impedirán disfrutar hasta el final las que aún nos quedan por ver.