La
llamada de Egipto
Como algunos otros
madrileños cuanto sabía de Egipto hasta 1996 era el ir a hacer fotos al
precioso templo de Debod, detalle de Nasser para agradecer la ayuda española en
la recuperación de monumentos que iban a ser anegados al construirse el gran
lago Nasser sobre el curso milenario del Nilo. Dicho año yo estuve viajando por
trabajo en Andalucía Oriental… y sucedió. Cierta tarde en Granada, libre de mis
obligaciones después de un día saturado de problemas, entré en el Museo
Arqueológico buscando en el remoto ayer mi perdido equilibrio de aquel incierto
presente, y comencé a serenarme frente a la vitrina que contenía unas urnas
cinerarias de alabastro. Las admiré y leí en la información que correspondían a
la tercera tumba de la antigua necrópolis fenicia de Sexi (hoy Almuñécar),
conteniendo las cenizas de unos ilustres emigrantes egipcios, muy anteriores al
siglo en el que los marinos foceos llegasen a Tartessos y Argantonio les
obsequiara con anclas de plata para su navegación de vuelta a Grecia.
Yo tenía sabido por la
Historia Antigua de España que las naves de alta proa de Tartessos (la Tarsis
bíblica) surcaban el Mediterráneo para comerciar con Salomón y con el Egipto
faraónico y que llevaban oro y plata, cobre y estaño de hacer bronce…, incluso
toros, para traerse al regresar las técnicas agrarias que hicieron más
productivas las formas de cultivar la vid, el trigo y el olivo y, además de la
metalurgia del hierro, la rueda y el torno de alfarero. Pero lo que me conmovió
fue la poética oración de aquel o aquella que habiendo nacido junto al Nilo,
rezaba a su deidad solar en su plegaria fúnebre. Los paleógrafos que supieron
descifrar la escritura de dicha oración, escrita en ese misterioso alfabeto
protosinaítico en el que cada signo representa una consonante más una vocal, y
que deriva de la más arcaica escritura egipcia, quedaron admirados al traducir
lo que expresaba:
“He llegado desde mi
lejano país
porque quería saber
más de tu Divinidad
que eres el estado
primordial de ambos países,
que has engendrado
todo lo existente.
El mundo alienta bajo
tu mirada luminosa,
tu Palabra es el
hálito de la vida,
que hace respirar las
gargantas de los seres.
Te he seguido hasta
tu morada del horizonte
y ahora estoy junto a
ti en tu oasis postrero,
con la alegría que acompaña
para siempre a quien te ama.
Tú has hecho rebrotar
en mí la fuente de la vida,
sólo en Ti pretendo
la salud eterna
y eternamente junto a
ti reposaré.”
Volví a Madrid y a mis
rutinas laborales pero aquella nítida llamada del antiguo Egipto no dejó de
insistirme en que tendría que ir lo antes posible a conocer in situ la cultura
de aquella alma que creía en la eternidad, y que siguiendo el curso solar había
llegado hasta el país donde se oculta el astro-dios antes de renacer en el
horizonte esplendoroso que iluminó al “hereje” Ajenatón, harto de los ídolos de
halcones, carneros y otros animales deificados por los caducos sacerdotes de
Amón.
Acrecentando mi excelente
amistad con una joven arqueóloga, a la que ya admiraba de oídas pero no de
vistas antes de visitar juntos el
extremeño Dolmen de Lácara y de ser invitado a la lectura de su magnífica tesis
doctoral, tuve la privilegiada oportunidad de acompañarla durante unos días de
su estancia en Egipto, donde me contó, entre otras interesantes historias, la
de una reina egipcia de la Dinastía XVIII, de la cual no se conoce demasiado
pese a haber sido la real esposa de tres faraones: Primeramente de su propio
padre Ajenatón, seguidamente de su hermanastro Tutanjamón y, finalmente, de su
abuelo materno, el primer ministro Ay, padre de la divina Nefertiti. (Y aún
pretendieron volverla a casar con Horemjeb, generalísimo de los ejércitos
egipcios y reiterado aspirante a suceder al faraón, pero ella se negó
tajantemente, y por tal causa sus efigies fueron destruidas o mutiladas).
Espero que al publicar aquí
lo que obtuve de informadora tan fiable, no cometa la imperdonable torpeza de
romper o manchar con mis ignorantes opiniones las historias escondidas durante
milenios, que ella me ha regalado con absoluta generosidad, ni siquiera
legítimamente celosa de que un nadie como yo las entremezcle con mis vulgares
experiencias viajeras.
Quizá los dioses tutelares
del panteón egipcio se enternecieron al verme sinceramente conmovido por el
drama humano de la tercera hija de Nefertiti, fugazmente feliz con su esposo
Tutanjamón, y tan injustamente olvidada hasta que el arqueólogo estadounidense
Otto Schaden, descubriera, muy cerca de la famosa tumba de este faraón (signada
como KV 62 de la famosa necrópolis del Valle de los Reyes, en Tebas
Occidental), un pozo con una pequeña cámara funeraria (Tumba KV 63)
conteniendo, entre otras piezas arqueológicas de importancia, el ataúd de
madera que debió contener los restos funerarios de la reina proscrita,
profanados por orden del vengativo faraón
Horemjeb, o de sus sucesores que dieron comienzo a la Dinastía XIX.
Llamada al nacer
Anjesenpaatón, la que fue gran esposa real de Tutanjamón con el nombre de
Anjesenamón, después de enviudar de Tuta contrajo matrimonio con el siguiente
faraón, llamado Ay, anterior al subsiguiente reinado del usurpador Horemjeb,
principal sospechoso de que dicho ataúd de la reina se encontrase vacío y con
su nombre raspado, y probablemente también de que no llegase a ocupar definitivamente la cámara
sepulcral dispuesta para ella, y encontrada vacía.
Recientes análisis de ADN
realizados a las momias de señalados individuos de la realeza egipcia
emparentada con Tutanjamón, han permitido identificar a una de las dos momias
halladas por el polifacético Belzonni en 1817 como los seguros restos mortales
de tan desdichada reina, criminalmente agredida y descabezada. Dichos restos,
fueron subestimados por su descubridor (Giovanni Battista Belzoni), en una
tumba del Valle de los Reyes signada como KV 21 (Necrópolis de Tebas
occidental). Así que la llamada egipcia que percibí aquella tarde de Granada,
me ha llevado a interesarme por la citada la joven reina sometida, desde pocas fechas después de su
muerte, a una feroz “damnatio memoriae” para condenarla al olvido, pese a ser
de crucial importancia para la egiptología como última depositaria de la legítima
realeza de sangre, anterior a los usurpadores ramésidas entronizados por el general
Horemjeb.
Disculpad que no deje de
serme tan apasionante el hecho de que, tras ser totalmente eclipsada durante el
siglo XX por sus famosos padre y segundo marido (Tutanjamón, históricamente
menos importante que ella), esta reina vuelva a brillar en este tiempo
clarificador, en el que los avances científicos aplicados a la investigación
arqueológica han permitido identificar fidedignamente a su familia más cercana
y a ella misma. Tantas circunstancias no pueden ser fruto de la casualidad, y,
convencido como estoy que todo sucede por alguna causa, conocida o desconocida
pero susceptible de darse a conocer, me dispongo a guardar un respetuoso
silencio en espera de otras interesantes novedades acerca de ella, entretanto
contándoos mis andanzas por el Bajo y
Alto Egipto (los llamados “ambos países” en la poética oración que me impactó
en Granada).